La vida del Cid es un paisaje variado y cambiante. Refleja los contrastes de ese héroe rudo, aplastado y a veces falsificado por su leyenda.
Vivar es un pueblo de Castilla la Vieja próximo a Burgos. Una llanura triste y árida, alternativamente tórrida o glacial, surcada por míseros riachuelos, con el fondo violeta de la sierra lejana y un afilado viento que anima el aspa de los molinos. Aquí viene al mundo Rodrigo, hijo de Díaz, el anciano abofeteado..
Rodrigo es de una buena familia de Castilla, de origen godo, como indica su nombre: Roderico. Su sobrenombre, Cid, viene del árabe cidi, que significa señor. Y el calificativo «campeador» tiene una raíz teutónica: champh, de donde se deriva también champion, es decir, el caballero que ha sido elegido para un combate singular entre dos ejércitos en liza.
Así, pues, desde que Rodrigo aparece en la escena española, lleva ya sus características contradicciones, puesto que su patronímico y sus sobrenombres militares son germánicos y árabes.
Burgos. El palacio del infante don Sancho, hijo de Fernando el Grande. Rodrigo, huérfano desde niño, se cría en la corte, donde recibe la educación rudimentaria de los príncipes: un poco de gramática, nociones de matemáticas y de derecho, latín y, sobre todo, la práctica de las armas. En cuanto al árabe, no necesita estudiarlo: lo sabe desde su infancia. Lo ha aprendido a la vez que el español. Lo hablará toda su vida.
Sancho, que, al morir su padre, hereda el trono de Castilla, sueña con aumentar su herencia. Provoca a sus parientes de Navarra y de Aragón. La batalla de Graus ofrece a Rodrigo la ocasión para probar por primera vez sus armas. Durante varias horas, la victoria, indecisa, se inclina ya a favor de los castellanos, ya de los navarros. De pronto irrumpe en la llanura un caballero vestido de negro y arremete contra el enemigo.
Desmonta con su lanza a los jinetes de Navarra, hunde a sablazos las cimeras de oro con penachos de plumas y se abre camino con su daga entre los caballos que galopan descinchados. El ejemplo de este mozo, sin escudo y cabellera al viento, enardece a los combatientes. Y la batalla toma un ímpetu feroz, mientras los sacerdotes blanden los crucifijos invocando a sus santos patronos: a Santiago los castellanos, a San Lucas los navarros.
Batalla sin cuartel, pero que acaba sin vencedores ni vencidos sin ganancia para nadie. Mas si no da la victoria total a y Sancho, Rodrigo conquista ese día su título de «Campeador». Una contradicción más, pues la primera hazaña del Cid es para servir a una guerra fratricida.
Zamora. Sancho muere asesinado. Hay que elegir un sucesor. En Burgos, ante la puerta de la iglesia de Santa Gadea, el Campeador, que lleva luto por su rey, hace jurar a Alfonso VI que no es el asesino de su hermano. «Lo juro por la Virgen Santísima», afirma Alfonso solemnemente, pero con una mirada iracunda. Y Alfonso es proclamado rey de Castilla.
El nuevo soberano le hará pagar al Cid su sospecha. No muy abiertamente. Pero le quita por lo pronto su cargo de alférez y le va apartando de la vida pública. En compensación, le da en matrimonio a su propia sobrina, la implorante Jimena. Hace tiempo que los dos jóvenes se conocen.
Rodrigo, para vengar el bofetón que a su padre le diera el de Jimena, Gómez de Gormaz, había descolgado de la pared la vieja espada de Mudarra el Castellano y la había utilizado para dar muerte al ofensor. Desde entonces, Jimena no había dejado de importunar al rey pidiendo justicia, más que por la muerte de su padre pues el combate había sido leal, por los sarcasmos de Rodrigo.
«Viene todos los días con su halcón en el puño, y, para ultrajarme, lo ceba a expensas de mi palomar. Mata las palomas que yo crío. Vienen moribundas a caer junto a mí y su sangre me salpica el delantal. Se lo he mandado a decir a Ruy Díaz, y él ha respondido con amenazas.» Y la disputa acabó en boda.
Rodrigo, enviado a Sevilla a cobrar el tributo anual del rey musulmán Motamid, pelea con el conde Ordóñez, amigo de Alfonso. Después emprende una expedición contra el soberano moro de Toledo, aliado de Alfonso. Su triunfo causa tal impresión a los árabes que le llamarán siempre el Cid. Pero a Alfonso no le placen las iniciativas del turbulento mozo, y le ordena que se retire a su castillo de Vivar.
¿Qué?… ¿Retirarse, cuando no ha hecho más que empezar a vivir? Se oye una inmensa carcajada. Rodrigo escoge su mejor espada la Tizona y busca a quien ofrecerla. ¿Al conde de Barcelona, que precisamente está reclutando soldados? Pero las condiciones que propone al Cid no le satisfacen. ¿Y por qué no al emir de Zaragoza, Muqtadir?
Zaragoza es la antigua ciudad romana Caesarea Augusta, fundada a su vez sobre las ruinas de la Salduba de los iberos. Los árabes le dieron el nombre de Sarakusta. Es una ciudad floreciente y enteramente musulmana. Sus calles son anchas y sus casas espaciosas. La llaman «la ciudad blanca», porque sus edificios están encalados.
Está situada en lugar saludable; el trigo se conserva allí cien años y las uvas siete. Escorpiones y serpientes mueren al acercarse a la ciudad. Donde terminan las murallas se alzan los dos palacios de Muqtadir: el del recreo, Ksar y Sorur, y el del oro, Medjeles ad Dhabab. Muqtadir recibe con los brazos abiertos al Cid y a los hombres de armas que ha enrolado.
Con los refuerzos cristianos, el rey moro podrá ganar la interminable guerra que sostiene contra su hermano, Modhafar, rey de Lérida. Para activar las cosas, manda asesinarle, pero este crimen no le trae suerte: al poco tiempo muere él.
Al Cid le importa poco pelear por unos o por otros. Pelea por Mutamín. Pelea por Mustaín. Su método de combate es el del águila: caer rápidamente sobre la presa. Y la presa es cristiana unas veces y musulmana otras. Hasta llega a capturar a Ramón Berenguer, el mismo conde de Barcelona que rechazara sus servicios y que, cuando cae prisionero del Cid, se ha aliado con el rey musulmán de Lérida.
Los emires de Zaragoza aprecian mucho los talentos de Rodrigo. Sus enemigos, mucho menos. Un cronista se expresa aproximadamente en estos términos: Mustaín soltó un perro de Galicia llamado Rodrigo y apodado el Campeador. Era la plaga del país. Había librado varias batallas a los reyezuelos árabes de la Península… Había llegado a tener gran poderío y no había comarca de España que no hubiera saqueado.
Le queda una por conquistar: Valencia. Situada en la orilla derecha del Guadalaviar, a tres kilómetros del mar, es la ciudad más próspera de la España musulmana. Buena presa para el Cid, que ya está harto de lidiar al servicio del rey de Zaragoza y quiere operar por su cuenta. No le basta con la gloria ya ganada. Quiere más gloria aún, y, sobre todo, más dinero.
Sus soldados son terribles guerreros, pero le cuestan caros. Por eso ataca de preferencia a las señorías que sabe que son ricas. Por un poco de oro, no vacila en arrasar una ciudad entera. Y el conde cristiano Ramón Berenguer le escribe: «Sabemos que tus dioses son los montes, los gavilanes, las águilas, casi todos los pájaros en fin, y que tienes más confianza en sus augurios que en la ayuda del Todopoderoso.
Dios vengará sus iglesias, por ti profanadas y destruidas.» Pues es verdad que Rodrigo demostraba en sus razzias una gran tolerancia: iglesia o mezquita, palacio árabe o presbiterio, forzaba las puertas con igual desparpajo.
Sólo hay una manera de librarse de estas proezas del Cid: acogerse a su protección. Claro que mediante la adecuada recompensa. Tortosa, Segorbe, Valencia, casi todas las ciudades de Cataluña han aceptado ya la ayuda del Cid, su ley y sus tarifas. Un año con otro, les cuesta un tributo proporcionado a la importancia de cada uno y que oscila entre 3.000 y 120.000 dinares en oro.
De suerte que Rodrigo, sin ser titular de ningún dominio, cobra rentas de rey. Pero todavía no está satisfecho. Quiere reinar también. Y se le ofrece la ocasión.
Alcádir, rey de Valencia y protegido del Cid, muere asesinado por un funcionario de palacio, Ben Jehhaf. Rodrigo se cree con derecho a intervenir y se dirige a Valencia. Ben Jehhaf, muerto de miedo, negocia con el terrible héroe. Pero las negociaciones se eternizan y, mientras tanto, las tropas de Rodrigo entran en los suburbios de Valencia. Los valencianos cuenta un cronista diéronse por muertos. Estaban como borrachos.
Los rostros se les pusieron negros, como si los hubieran untado de pez, y perdieron por completo la memoria, como si hubieran caído en las olas del mar. Ben Jehhaf intenta oponer resistencia a su temible enemigo. Está dispuesto a negociar, pero con la condición de conservar la corona que le quitó a Alcádir por la violencia. Rodrigo acaba por enfadarse. Pone sitio a Valencia (1094).
Veinte años tarda Valencia en rendirse, Tan obstinada resistencia exaspera al Cid. Rodrigo especifica el cronista puso. más empeño que nunca en adueñarse de Valencia. Se agarró a esta ciudad como el acreedor a su deudor. La amó como los amantes aman los lugares donde gustaron los goces del amor. Le cortó los víveres, mató a sus defensores, le causó toda suerte de males…
A veces, los valencianos intentaban una salida. Rodrigo los capturaba y los mandaba quemar al pie de las murallas, ante los ojos de sus deudos, o los echaban a los perros.
Ben Jehhaf acaba por capitular. Rodrigo toma posesión de la ciudad. Aunque le había prometido respetar su vida, manda dar muerte a Ben Jehhaf. Y no una muerte dulce. Cavan una fosa y entierran vivo al musulmán hasta las axilas. Le rodean de antorchas encendidas.
Y el verdugo, inclinado sobre Ben Jehhaf, que agoniza lentamente, espera un gesto o una mirada que indique el escondrijo del tesoro. Pues parece que el usurpador guarda, entre otras grandes riquezas, el famoso collar de la sultana Zobeida. Cuando las llamas han terminado su obra, cubren de ceniza el cráneo del martirizado.
Valencia no es ya del Islam. «En tu corte se ensañaron las espadas, oh palacio. La miseria y el fuego aniquilaron tus bellezas. Y el que hoy te contempla medita y llora…>>
Lo primero que hace el Campeador es enviar a Alfonso cien caballos ricamente enjaezados, cien esclavos moros y las llaves de los castillos conquistados por él. Así manifiesta su deseo de reconciliarse con el que nunca dejó de ser su señor.
Convierte la gran mezquita en catedral, entroniza como obispo a Jerónimo, «hombre de gran prudencia y gran saber», y se instala en el alcázar, donde no tardan en reunirse con él Jimena y sus hijas. ¿Se quedará tranquilo el Cid y volverá a la línea cristiana? En todo caso, las primeras palabras que pronuncia al entrar en Valencia no dejan lugar a ningún equívoco: no ha de haber vasallos de otro señor que no sea él. Este soberbio despido que da a sus amos árabes suena como un desafío.
Durante algunos años reina en Valencia el hombre de Vivar. Administra y legisla. Edifica iglesias, él que ha quemado tantas… Se esfuerza por ganar la confianza de sus súbditos musulmanes. Ha hecho las paces con Alfonso. Período de calma, de reconquista moral. De vez en cuando descuelga la Tizona, pasa el dedo por el filo de la valiente espada, se yergue.
Su familia y sus criados se echan a temblar. Sí, es verdad que el tigre se va haciendo viejo, mas el guerrero de la luenga barba no por eso olvida la defensa militar de su maravilloso reino valenciano. Mientras viva, tendrá a raya a la jauría almorávide que, después de dar la batalla a Alfonso, acecha a las puertas de la ciudad. Hasta su último suspiro será el Campeador. Pero su celo piadoso puede más que su ímpetu militar.
Ahora es donante y protector de la Iglesia. Ese cáliz de oro y esos dos tapices de brocado que ofrenda a la catedral de Valencia, ¿de qué botin procederán? Rodrigo ha olvidado las razzias de antaño. Hogaño reza y pide perdón por sus pecados. No es raro que, a última hora, los hombres de guerra se vuelvan devotísimos.
Cuando muere, Rodrigo encomienda a Jimena la dirección de su principado. Mientras el Cid vivió, los musulmanes no se aventuraron a recuperar su ciudad. Pero, muerto él, le ponen sitio. El ejército musulmán se va cerrando como una tenaza en torno al reino de Valencia. No hay más remedio que abandonarla.
Pero ¿cómo hacerlo sin caer en manos de los sitiadores? Embalsaman el cadáver del Cid, le visten su armadura, le atan sobre Babieca, su caballo de batalla, le ponen en la mano su espada, la fiel Tizona. Le sujetan los hombros a una tabla, el pecho a otra, apoyándole en ellas el mentón y la nuca. Abren de par en par las puertas de la muralla. En el momento en que el ejército musulmán va a irrumpir en ellas, se detiene suspenso.
¡El Cid no ha muerto! Cabalga al frente de sus tropas, bermejo el rostro, abiertos los ojos, bien peinada la barba, una gran cruz sobre el pecho. Hermoso y terrible. Y entre nubes de polvo, soldados, carros, mujeres y niños emprenden su marcha rumbo al Norte, dirigidos por un cadáver ya rígido que balancea suavemente la empenachada cabeza.
Así tuvo Jimena que abandonar Valencia, a pesar de los refuerzos enviados por Alfonso. Cabalgada a la inversa, hacia Castilla. Jimena en su hacanea, el ataúd con clavos de oro en el que iban los restos del héroe, la escolta de los caballeros con los escudos invertidos, vistiendo capas negras, las damas con sus túnicas de etamina, y Babieca, relucientes los estribos. Llega por fin a Burgos el fúnebre cortejo.
El Cid es inhumado muy cerca del altar mayor de San Pedro de Cardeña. En torno a la tumba forman los pendones un catafalco abigarrado. En la tibia penumbra brillan las dos espadas del Campeador Tizona y Colada. Símbolo de su doble combate y de su doble condición de mozárabe. Cristiano y árabe al mismo tiempo. El rey Alfonso llora.
Pasados dos años, irá Jimena a unirse con su esposo bajo el mármol del sepulcro. Y los despojos de Babieca serán enterrados ante el pórtico de San Pedro de Cardeña. La inscripción latina en la losa sepulcral Rodericus Didaci Campidoctor recuerda el viejo nombre gótico de Rodrigo y su arrogante frase: «Un Rodrigo perdió a España, un Rodrigo la reconquistará.» Profecía no del todo cumplida. Pues ahora el nuevo señor de Valencia escribe a un amigo. «Hemos triunfado: los musulmanes han entrado en Valencia, después de mancillada. El enemigo incendió la mayor parte. Pero aún le queda su precioso cuerpo.
Le queda su situación cimera que semeja al almizcle aromático y al oro rojo; sus jardines de profuso arbolado, su río de límpidas aguas… ¡Loado sea Dios, el rey del reino eterno, por haberla liberado de los panteístas!» Pues para los árabes, los cristianos, que adoraban a un Dios en tres personas, eran panteístas.
¿Qué debemos pensar de aquel mercenario que supo hacerse con su espada un reino? ¿Cómo explicar sus contradicciones? Rebelde a su rey y corriendo en su ayuda; quemando vivos a sus enemigos y ganándolos para su causa; «terrible en la guerra y bondadoso en la paz»; codicioso y munífico; cristiano y combatiendo por los musulmanes; leal y tramposo a un tiempo.
Todavía se conserva en una de las capillas de la catedral de Burgos el arca forrada de hierro que el Cid dejó a un mercader judío, en prenda de un préstamo de 600 marcos de plata, asegurándole que contenía rica vajilla y otros objetos de metal precioso, cuando en realidad la había llenado de chatarra y arena. El judío creyó en la palabra del Cid. También Ben Jehhaf creyó en el que le jurara respetarle la vida. Rodrigo mintió dos veces. Y, sin embargo, este felón fue leal al rey Alfonso.
Investigadores pacientes han intentado sacar de los textos latinos y árabes una fisonomía verídica del Cid exenta de leyenda y fábula. Empresa temeraria y vana. El Campeador, eterno cautivo del Romancero, permanecerá siempre a medio camino entre la historia y la leyenda.
Sus razzias, sus saqueos, las muertes infligidas a veces con crueldad y con traición, no ofrecen duda, ni la ofrece el hecho de haber mandado bandas moras contra los españoles. Pero entraba en las costumbres de la época. Se le reprochan sus relaciones corteses, a veces amigables, con los musulmanes. Pero eso también era natural en su tiempo.
Rodrigo vivió en la confluencia de la civilización cristiana con la musulmana, y si los recuerdos de la vieja España visigótica se iban diluyendo en la lejanía, en cambio la presencia árabe era contemporánea y actual. En todo caso, aunque Rodrigo sirviera en ocasiones a las armas árabes, nunca dejó, en toda su carrera de soldado y de jefe, de hacer profesión de buen cristiano.
En plena lid, invocaba al Señor en términos ingenuos y toscos. Pues ni aun combatiendo contra condes cristianos, dudaba de que Dios estaba a su lado. Nunca faltó a las fiestas religiosas, observaba la Cuaresma y practicaba la caridad.
Este guerrero siempre alerta, que soñaba vestir sobre la coraza la púrpura del basileo, este hidalgüelo sin fortuna al que fascinaba el oro y cuyos dedos desgranaron el fabuloso collar de la amada de Harun al-Rachid aquel collar que llamaban «cola de escorpión», este advenedizo, amigo de las armas y de los caballos, era también amigo de los humildes, el hombre que, en trance de muerte, pidió que repartieran sus bienes a los pobres, «padrinos e intercesores entre él y Dios».
Mientras en las fronteras presionaba la amenaza almorávide y, poco a poco, se iba apagando el eco de las victorias, el Cid, moribundo, dictó su testamento. Después de encomendar su alma a Dios, dispone que, antes de restituir a la tierra su cuerpo, amasado de tierra, sea embalsamado y ungido con los ungüentos que enviado le había el sultán de Persia, y que a su cortejo funerario se incorporen los caballeros de su casa y de su pan, los buenos conquistadores. Y manda que Babieca sea también enterrado, para que los perros no devoren el caballo que tantas veces devorara la carne de los perros (de los perros infieles).
Felipe II pidió a Roma la canonización del Cid. Le fue denegada. Demasiada sangre habla manchado aquella reluciente espada. Por lo demás, le va mal a esa frente voluntariosa, con su casco de cuero, la aureola de los santos. El Campeador no fue ni un místico ni un asceta. Ni siquiera contra lo que afirmó durante mucho tiempo una tradición respetable el defensor de la cristiandad española contra el Islam.
Pero queda de todos modos el héroe de la España mozárabe y el símbolo de esa curiosa época en la que, sin dejar de ser buen cristiano, se podía ser amigo, aliado y admirador de los musulmanes. Pues España era grande en tiempo de los reyes moros.
De todas maneras, el Cid, casi sin querer, interviene en la Reconquista. Mientras él defendía Valencia contra los almorávides, Pedro el Ermitaño se lanzaba por los desiertos de Siria a la conquista de los Santos Lugares. Paralelamente a la epopeya del Cid, termina la primera Cruzada. Expira el Cid en el alcázar. Reina en Jerusalén Godofredo de Bullón. Es decir, que, en el mismo año de 1099, la causa cristiana pierde un campeón y conserva otro. Con el Campeador, muere el siglo XI.