El moro impenitente ha quedado prácticamente eliminado de España. Su aliado de siempre, el judío, ya no es peligroso. Ahora le falta a Felipe II habérselas con su adversario más temible, el protestante. Carlos V había comenzado la lucha contra Lutero. Fue una de sus batallas perdidas. Y Felipe II se ha jurado ganarla. Por todos los medios, incluso el de la Inquisición.
El origen de la Inquisición se remonta a la Edad Media. Comienza a actuar contra la herejía albigense. Los concilios de Letrán (1179) y de Verona (1184) fueron los primeros que dispusieron que los obispos deberían visitar por lo menos una vez al año el territorio sometido a su obediencia, inquirir si la fe de sus diocesanos era pura y en caso contrario denunciar a los herejes ante los poderes seculares. Ante la amplitud de la reacción albigense, estas disposiciones fueron reformadas.
Era la época en que Simón de Monfort, so capa de ortodoxia, saqueaba los estados de los condes de Toulouse, de Béziers, de Foix y de Comminges. A un soldado que preguntó al abad de Citeaux en qué distinguiría él a los católicos de los albigenses, aquel eclesiástico castrense respondía alegremente: «¡Matad, matad siempre! Ya reconocerá Dios a los suyos.» El cuarto Concilio de Letrán organizó la Inquisición en todos sus detalles.
Cuatro años después, Domingo de Guzmán fundó la milicia de Cristo, una policía religiosa cuyos miembros se llamaban familiares de la Inquisición. Es decir, que, desde el siglo XII, los obispos podían entregar a la justicia a los herejes que se negaban a convertirse.
Introducida a finales del siglo xv en España por Sixto IV a petición de los Reyes Católicos, la nueva jurisdicción, limitada al principio a Aragón, pasó a Castilla y luego a toda España. Fue creado un Consejo Supremo de la Inquisición presidido por el célebre dominico Torquemada, a la vez que se organizaban tribunales en las principales ciudades españolas. ¿Cómo procedían los inquisidores?
El primer documento del atestado era casi siempre una denuncia anónima o firmada, escrita o verbal. Para todo católico, era un deber denunciar al Santo Oficio so pena de excomunión mayor a las personas sospechosas de alguna falta contra la fe. La lista de estas faltas era larga y apuntaba principalmente a las costumbres judías. Ponerse camisa blanca un sábado, recitar los salmos de David sin decir el Gloria Patri, encargar que hicieran el horóscopo a los hijos, lavar a un muerto con agua caliente, quitarle la grasa a la carne: todo esto eran delitos contra la fe, lo mismo que haber hecho pasar «por las puertas de Bearne, de Francia y de Gascuña» caballos destinados a los herejes.
Una vez llegada la denuncia al inquisidor, éste procedía a la audición de testigos que ellos mismos se hallaban a veces implicados en el asunto. Cuando la memoria les fallaba o se mostraba remisa, era ayudada por la tortura. Luego se trasladaba el atestado a los doctores en teología, llamados los «cualificadores del Santo Oficio», los cuales resolvían lo que procedía. Si se admitían los cargos, el fiscal pedía la detención del acusado, a la cual procedía el alguacil. Ya está el acusado en la mazmorra. Y puede estar mucho tiempo, mientras prosigue la instrucción.
Comparece tres veces ante el Tribunal. Son las audiciones de admonición. Conjuran al acusado a confesar espontáneamente sus faltas. El tribunal se lo tendrá en cuenta. Insisten mil veces en la misma cosa, tienden trampas al acusado, que ya no puede más. Muy raro sería que no lo cogieran en flagrante contradicción. El tribunal se sale con la suya. ¡Ha mentido! Entonces se pronuncia la sentencia.
Varía según el grado de culpabilidad del acusado. Si se retracta, se le absuelve de la excomunión y de las censuras canónicas y puede ser «reconciliado», a veces en el acto y en la misma sala del Tribunal. Si persevera en su herejía, le declaran «impenitente». Si, una vez reconciliado, recae de nuevo. en la herejía, se le declara «relapso». En ambos casos, es transferido al brazo secular. Expiará su crimen en la plaza pública, ante el pueblo. Con la cabeza descubierta y revestido con un sambenito, abjurará públicamente su herejía y hará un auto de fe un acto de fe.
Es injusto cargar sobre la Iglesia y sobre la monarquía españolas toda la responsabilidad de la Inquisición. Todo el pueblo estaba con ella. No había español que no se preciara de ser auxiliar voluntario del Santo Oficio. Apenas llegaba al lugar de su misión el familiar ambulante, hallaba en su antecámara una turba de delatores y sobre su mesa un montón de acusaciones. Rivalizaban en suministrar informes.
Durante cerca de ocho siglos, los españoles hablan sido vejados por los moros y despojados por los judíos. Ahora tenían buena ocasión para vengarse de los unos y cobrarse de los otros, y, al mismo tiempo que saciaban sus rencores, obedecían las directivas de la propaganda regia. ¿No decían que, para completar la unidad política, había que rematar la unidad religiosa y que, para prevenir la guerra civil, era preciso acabar con la herejía, en España y fuera de España?
Aquella muchedumbre enardecida que se agolpaba en torno a los cadalsos no dudaba que el rey y la Iglesia estaban en su derecho. Y esta seguridad eliminaba todo remordimiento. Podía, pues, la multitud saborear a su gusto el gran espectáculo aquella fúnebre corrida casi silenciosa. Pues al solaz de presenciar un drama bien hecho se añadía una satisfacción piadosa. A cada alma condenada, la España católica veía aumentar sus esperanzas de salvación.