Don Juan, el Hombre que Juega con el Diablo

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En España, como en Francia, el teatro nació en las iglesias. A finales del siglo XI y a lo largo del XII aparecieron unas representaciones religiosas llamadas «juegos escolares», cuyo escenario no tarda en rebasar el recinto de las iglesias para extenderse a los conventos y a los cementerios.

El creciente desarrollo de la lengua vulgar dio como resultado que ésta suplantara pronto al latín, de suerte que, a partir del siglo XIII, se puede hablar de un teatro español. Se representaban entonces «misterios» o «autos sacramentales» en las iglesias o en las plazas públicas A veces, una farándula ambulante, transportada en carretas, iba de pueblo en pueblo. Los temas no siempre eran religiosos.

Los «juegos de escarnios», en los que el clero no podía participar, contaban con mimos y juglares que recitaban y accionaban cómicamente muchos «decires» y «disputas» burlescos, cómicos y, con frecuencia, obscenos. El teatro español, que siguió siendo primitivo durante mucho tiempo, alcanza su apogeo con los tres grandes maestros del Siglo de Oro: Lope de Vega, Tirso de Molina y Calderón de la Barca.

En esto apareció el gran Lope de Vega; el monstruo de la naturaleza, le llama Cervantes. Monstruoso en efecto, por el volumen de su obra mil ochocientas piezas, por su actividad sobrehumana y por su saber universal, pues se inspira en la Biblia, en la historia antigua, en los poetas clásicos, en los novelistas italianos y, naturalmente, en los autores españoles.

Sabe de memoria páginas enteras de Herodoto, de Ovidio, de Anacreonte, de Bocaccio y del Romancero. Pero el estudio no le impide vivir. ¡Y qué vida! Hijo de un bordador, discípulo de los teatinos, entra de secretario del obispo de Ávila. Después de cuatro años de escolaridad en la Universidad de Alcalá, toma parte en la expedición a las islas Terceras y tiene entonces su primer amor, con Elena Osorio, hija de un director de farándula. Sus relaciones duran cinco años.

Le inspiran una novela con clave, La Dorotea. Cuando acaba apenas de dejar a su amante y de terminar su libro, rapta a Isabel de Urbina, hija del heraldo de armas de Felipe II. Para evitar un escándalo, el padre consiente en el matrimonio. Al poco tiempo, Lope se enrola en la Armada Invencible, regresa a España y se instala en Valencia con su mujer. Después se traslada a Toledo, donde entra al servicio del joven duque de Alba. Muere su mujer y mueren también sus dos hijitas.

Lope se va a Madrid, entra de secretario del futuro conde de Lemos, se vuelve a casar, con Juana de Guardo, hija de un carnicero; pero el matrimonio no le impide tener relaciones amorosas con una comedianta, Micaela Luján, que le da siete hijos, de los cuales sólo dos sobrevivieron. Pierde a su segunda mujer poco después que a su hijo. ¡Cuántos muertos en torno suyo! Tal vez es esta fúnebre vecindad lo que le mueve a ordenarse sacerdote.

Ya le tenemos en el camino de Dios. En el trayecto, se para a coger algunas flores. Su afición a las comediantas sigue igual de viva. El tonsurado tardío no desdeña los favores de la actriz Jerónima de Burgos, ni los de otra comedianta, Lucía de Salcedo. Y suena la hora del último amor: Marta de Nevares Santoyo, que le da una hija, Antonia Clara.

En este momento llega a su apogeo la gloria de Lope. Asiste a las ceremonias de beatificación de Teresa de Ávila y preside las fiestas que se celebran en Burgos con motivo de las bodas de Ana de Austria. Ese viejo amador, ese sacerdote es el gran hombre de España. Pero, como siempre ocurrió en esta accidentada carrera, la desdicha y la fortuna se emparejan.

Muere Marta de Nevares. Su hija Marcela toma el velo. Otra se escapa con un seductor. Su hijo Félix perece en una expedición en las Indias. Antonia Clara, consuelo de su vejez, muere de un mal misterioso. Lope está solo y no le queda otro recurso que la penitencia. Se sumerge en ella con la misma furia que pusiera en escribir y en amar. Familiar de la Inquisición, terciario de San Francisco.

Siente llegar la muerte. Ya el funesto ciprés viene a entretejer sus ramas con las del divino laurel, escribe. Mortifica ese cuerpo que tanto gozó de las mujeres. Las paredes de su celda están salpicadas de sangre, de la sangre de sus flagelaciones. Muere a los setenta y tres años. El pueblo de Madrid, llorando, da imponente escolta a sus restos mortales. Pero no acaba aquí la cosa. Como no se pagara el alquiler de la sepultura, exhuman el cadáver del Príncipe de los Ingenios y lo echan a la fosa común.

Esposo, soldado, amante y sacerdote y admirable padre de familia, ¿de dónde sacaba Lope el tiempo para escribir? Cultivaba todos los géneros con igual fortuna: obras didácticas, poemas mitológicos, poesías narrativas, novelas y todos los estilos de teatro, desde la comedia pastoril y los autos hasta los dramas y las evocaciones mitológicas.

Combinaba todos los metros, usaba todos los tonos, del jocoso al severo, descendía de lo sublime a lo pedestre. Su teatro es un mundo por el que desfilan todos los hombres de España el de la Edad Media y el de los Habsburgos, tallados en su cruda verdad. Lo mismo vemos unas lavanderas empujándose a orillas del Manzanares que una reunión de poetas la noche de San Juan y el suplicio de un comendador.

Ya sea en La estrella de Sevilla o en Lo cierto por lo dudoso, en Peribáñez y en Fuente Ovejuna, Lope de Vega es maestro en la presentación dramática hubiera sido un notable director de cine el don del diálogo y la ciencia de la intriga. Y ¡qué destino el de este Don Juan antes de Don Juan tocado in extremis por la gracia y, a pesar de ello, no resignándose a renunciar al amor!

Calderón de la Barca es también sacerdote. Su carrera, interrumpida por una breve campaña en Cataluña, se desarrolla sin tropiezos. Nombrado capellán de Reyes Nuevos de Toledo, luego primer capellán de la congregación de sacerdotes de Madrid, vive hasta los ochenta años, rodeado de respeto y de honores.

Su teatro es filosófico y moral, pero profundamente dramático. Sin ser tan fecundo como Lope de Vega, Calderón deja, al morir, ciento veinte comedias, unos veinte entremeses y casi cien autos sacramentales. Sus obras más famosas son El alcalde de Zalamea, El médico de su honra y La vida es sueño. Algunos elementos de esta última obra están, al parecer, inspirados en un cuento de Las mil y una noches: un mendigo se duerme y, al despertarse, es rey; se vuelve a dormir y el rey despierta otra vez mendigo.

En realidad, el héroe, Segismundo, simboliza al hombre de la prehistoria, vestido de pieles de animal, que rompe sus cadenas, sale de la oscura caverna y abre los ojos a la luz de la sabiduría. Y cuando se despierta encadenado, expresa el desencanto del hombre ante la vida terrestre: Que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son.

Un hombre de la Orden de la Merced, fray Gabriel Téllez, bajo el seudónimo de Tirso de Molina, inventa el personaje del inmortal Don Juan. Tirso, casi tan fecundo como Lope de Vega, es célebre sobre todo por sus dos dramas El condenado por desconfiado y El burlador de Sevilla. La primera obra, inspirada en el cuento indio del brahmán y el cazador, tiende a demostrar que un alma pecadora que ha conservado su fe en Dios tiene más seguridades de salvación que la de un brahmán orgulloso.

La otra obra es el drama de Don Juan. Después de mil trapacerías y engaños, Don Juan entra en una capilla en Sevilla y ve el sepulcro de mármol sobre el que yace la estatua de piedra del comendador Ulloa, al que había matado después de seducir a su mujer. Le invita sarcásticamente a cenar en su hostería. A la noche, la estatua llama y entra. Los criados tiemblan de espanto. Pero Don Juan permanece impasible. Invita al comendador a sentarse a su lado, bromea él y le da una cita en la capilla donde se encontraron. Por más que se repitan los avisos y que las sombras Llenen la hostería, nada impide a Don Juan cumplir su insensato proyecto. El libertino es valiente.

Ya le tenemos en festín con el comendador junto a la tumba. Terminado el yantar, el convidado de piedra tiende la mano a Don Juan. Don Juan la estrecha e inmediatamente lanza un aullido de dolor. Clama por un sacerdote que le confiese y le absuelva, mientras la mano de fuego del fúnebre convidado le precipita en el infierno. Así acaba el cínico caballero que se pasó la vida replicando a los que le suplicaban que se enmendara. «Tiempo me queda!»

El hombre que no amó nunca a nadie ni a la duquesa Isabel, familiar de la corte de Nápoles, ni a la pescadora Tisbea tirando de las redes en la playa de Tarragona, ni a Aminta, la casadita del pueblo de Dos Hermanas está ahora entregado a las caricias de Satanás. Así es el Burlador de Sevilla, cuya alta y orgullosa silueta, espada bajo el brazo, pálido bajo su jubón de terciopelo negro, se encuentra hasta en la antecámara de Felipe II.