Domingo de Guzmán, Campeador contra Herejías

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El siglo XIII fue en la España árabe, tanto en el campo musulmán como en el cristiano, el siglo de las herejías. En la comunidad árabe se enfrentaban sectas que se apoyaban en tal o cual filósofo, incluso en Arrio.

Entre los cristianos mozárabes, unos permanecían fieles al rito visigótico, otros abrazaron la disciplina cluniacense, mientras que la religión de muchos se inclinaba al oportunismo. De aquí resultaba una especie de tolerancia general, cercana al esceptismo. Únicamente los judíos seguían siendo judíos.

La España cristiana, si bien más ortodoxa que la España mozárabe, acusaba los efectos de este desorden religioso. La proximidad del Islam no ayudaba precisamente a fortificar su dogma.

Acechada por múltiples herejías, tentada por muchas desviaciones intelectuales, en la España cristiana surgieron, para mantenerla en el camino recto, hombre de mano militar y de verbo de bronce, como los necesitaba aquella comunidad todavía vacilante. Uno de ellos fue Domingo de Guzmán,

Nacido el año 1170 en Caleruega, tierra de Castilla la Vieja, Domingo pertenecía a la ilustre familia de los Guzmanes. También él como el Cid, como Juan de la Cruz, como Teresa de Ávila, como los futuros conquistadores del Nuevo Mundo se forma en el áspero paisaje castellano sombras densas sobre claridades insostenibles, la luz torrencial del mediodía; pureza de las noches, blancura pedregosa de la Tierra de Campos, azul fuerte del cielo. Quien no conozca Castilla la Vieja no penetrará jamás en el alma secreta del misticismo español.

Domingo de Guzmán, estudiante en la Universidad de Palencia, es después canónigo regular y, posteriormente, prior de Osma. El obispo de esta diócesis, Diego de Azevedo, envía a Domingo, junto con algunos compañeros, al sur de Francia, con la misión de combatir la herejía albigense. Esta importante misión determina la vocación de Domingo y le hace descubrirse a sí mismo.

La herejía albigense se inspiraba en la doctrina cátara, de origen eslavo. Antes de llegar a Languedoc, se había propagado en Italia, en Alemania y en Flandes. La creencia cátara, muy influida por el maniqueísmo, reconocía dos principios igualmente eternos: el del Bien y el del Mal, éste creador de la materia.

Jesús era un ángel enviado para salvar a los hombres en nombre del principio del Bien. Los cátaros predicaban una moral austera. Únicamente prácticas rigurosas podían salvar a los hombres del principio del Mal. El ideal cátaro, poco asequible al común de los mortales, estaba reservado a un corto número de «puros» o «perfectos»; los demás, llamados «creyentes», continuaban viviendo a su gusto.

Para quedar lavados de toda mácula, bastaba que recibieran, in articulo mortis, la bendición de un perfecto: el consolatum. En esta herejía había un doble peligro: dispensaba al vulgo de todo esfuerzo por elevarse hasta el Bien y creaba una clase privilegiada de orgullosos superhombres, de magos ascéticos cuya misión para con los fieles se limitaba a una simple imposición de manos.

Entre aquellos yoguis solitarios y la masa de simples creyentes no había nada de común. ¡Qué desaliento para los buenos, que sabían que sus esfuerzos por alcanzar la perfección estaban condenados de antemano! ¡Y qué tranquilidad para el pecador, que estaba seguro del consolatum final para obtener a poca costa la salvación de su alma!

El extraordinario éxito de la herejía cátara se explica teniendo en cuenta el clima psicológico de la Edad Media cristiana. Occidente atraviesa por una verdadera crisis de moralidad. Los nobles que regresan de Tierra Santa traen con ellos las refinadas costumbres del califato de Bagdad y lo que se llama «nuevas ideas», resucitadas de la Antigüedad.

El panteísmo alejandrino y el idealismo de Platón encuentran favorable acogida en las universidades. Un Abelardo, un Almarico de Bona propagan, desde la Soborna, teorías seductoras y curiosas. La Iglesia es impotente para luchar contra esta corriente. Los clérigos, encerrados en sus monasterios, se consagran a la oración y a la ciencia. Hay poco contacto entre el pueblo y los sacerdotes. Y, sin embargo, Europa pasa por una fiebre mística. Está afanosa de religión.

Mientras que los verdaderos cristianos sienten una sed devoradora de expiación, los otros los aprovechados ven en la Iglesia el medio de conseguir buenos puestos. La doctrina cátara satisface a unos y a otros. Los que han recibido el «bautismo del Espíritu», los perfectos, son ministros del culto. Se les honra y se les sirve.

En cuanto a los creyentes, se lanzan a la penitencia con sombría delectación. Encima de ellos planea el Mal, como un negro buitre. Hay enfermos que imploran el consolatum, se niegan a curarse y se dejan morir de hambre, para no perder la gracia de la absolución. Un pesimismo atroz perturba los corazones. Puesto que sólo algunos pueden librarse del Mal, ¿para qué vivir?

La relajación o la mala voluntad de los clérigos, las intrigas de los nobles en nombre de la religión, la infiltración de las modas y de las doctrinas orientales eran factores múltiples que ponían en peligro hasta el destino de la Cristiandad.

Inocencio III no lo ignoraba y formó ya el propósito de aplicar el hierro candente a la herida. La Iglesia, so pena de muerte, no puede ser ya un laboratorio intelectual, sino una plaza fuerte. Necesita no solamente de hombres de saber y de fe, sino también soldados.

Domingo de Guzmán será soldado de Cristo.

Ya le tenemos en Albí. Durante tres duros años se esfuerza por acabar con la herejía. ¿Su método? La persuasión. ¿Sus armas? El silogismo y la controversia. Su gran prestancia física y sus dotes de orador atraen gran auditorio, pero las conversiones son escasas. Domingo, infatigable, insiste en los sermones y en las exhortaciones ¡Qué magnífica experiencia para un mozo inspirado! tiene treinta años.

A pesar de la hostilidad del medio, solapada o declarada, sigue adelante. Su entusiasmo no flaquea. La cuestión albigense no tarda en tomar un giro político y, después, guerrero. El asesinato cometido por un hereje en la persona del legado pontificio Pedro de Castelnau es la chispa que hace estallar la pólvora. Inocencio III excomulga al conde de Toulouse, Raymond VI, y, en 1202, manda una cruzada contra los albigenses. Ahora son los militares quienes tienen la palabra.

Los barones de Francia, unidos bajo el mando de Simón de Monfort, asuelan Languedoc y entran a sangre y fuego en Béziers y en Carcasona. Degüellan clérigos, mujeres y niños. Ramón III, aterrado, llama en su ayuda a Pedro II, rey de Aragón, Pero el español es derrotado y muerto en Muret el año 1213. La guerra termina con la derrota total de los albigenses. Domingo es testigo desesperado de este desencadenamiento de horrores. Sin embargo, la cruzada del Norte era su cruzada. Pero él soñaba con otra victoria.

Mientras la intervención de los Capetos liquida definitivamente el problema albigense en beneficio, por otra parte, de la unidad francesa, Domingo de Guzmán funda en Prouille su Orden. La primera comunidad de dominicos estaba formada por un normando, un inglés, un lorenés, un francés, un provenzal, seis españoles, dos languedocianos y un navarro.

Seguramente el fundador quería demostrar así, desde el principio, el carácter universal de la sociedad cristiana. Domingo eligió la regla de San Agustín y adoptó la constitución de los mostenses. El 2 de diciembre de 1216, el papa Honorio III confirmó solemnemente la Orden dominicana. Un año antes había aprobado la fundación de la Orden franciscana. Son dos órdenes gemelas; ambas mendicantes y con voto de pobreza.

Hermanos menores de San Francisco y hermanos predicadores de Santo Domingo nacieron al mismo tiempo. Aunque, posteriormente, sus relaciones fueron difíciles en ocasiones, es evidente el parentesco espiritual de estas dos órdenes, tan cerca de Cristo.

Domingo de Guzmán y Francisco de Asís, el noble de Castilla la Vieja y el hijo del mercader de paños umbro. ¡Qué encuentro! Dos hombres, dos paisajes. Las altiplanicies castellanas erizadas de rocas negras, vestidas de arenas rojas, el viento en los pinos, la sierra pelada. La colina de Umbría, el olivo y la vida en la ladera del Apenino, el generoso Tíber y esas ciudades voluptuosas: Spoleto, Perusa, Asís, colgadas como racimos. Domingo es un atleta.

Emana fuerza y salud. Un «deportista», diríamos hoy. Arde en deseos de combatir por su fe. ¿No quiso entregarse como prisionero para redimir a un cautivo? Se mete en una celada cantando en el «camino del sicario». No tiene miedo de nada; al contrario, le atrae la aventura. Domingo, combativo, «pendenciero», es un cruzado. Se acuerda del Cid. ¿No es la de los Guzmanes una casta de grandes capitanes?

Este héroe resuelto y tranquilo es también un hombre seductor. Un rostro de viril belleza, una voz que puede ser afectuosa o tonante el eco de la primera gran voz dominicana no ha cesado jamás de resonar, un modo de conversar muy personal: condiciones muy propias para conquistar a las multitudes. Domingo de Guzmán inventó el estilo directo en la predicación. El tono familiar, la evocación de recuerdos personales, la anécdota picante si viene a cuento y aquel acento persuasivo daban a sus sermones el calor de la vida.

Étienne de Bourbon, dominico del siglo XIII, en su tratado de los Dones del Espíritu, recuerda unas palabras del bienaventurado Jourdain, biógrafo de Santo Domingo. «Doquiera que se hallase el bienaventurado Domingo, ya fuera caminando con sus hermanos, bien a la mesa de alguien, con el resto de la familia o huésped de los grandes, príncipes y prelados, extendíase siempre en discursos bienhechores.

Se atropellaban los ejemplos en su boca, invitando a amar a Cristo y a desdeñar el mundo, de tal suerte que apenas pronunciaba sílaba que no tuviera sustancia y no produjera efecto.» Valor físico, palabra irresistible, conocimiento de los hombres, sentido de las realidades, don de organización: por todo esto, era Domingo de Guzmán el hombre elegido para la lucha.

Muy distinta y no menos atrayente es la fisonomía de Francisco de Asís. Este hijo de un rico mercader tiene una juventud disipada. Animador de alegres compañías, señor de sus banquetes, pasea las calles de Asís con el bastón de mando en la mano, entre antorchas y canciones. Le proclaman «la flor de los mozos».

Después se enmienda. Se incorpora en Damieto a las tropas cristianas y va a desafiar al sultán de Egipto. Hasta que cae enfermo, descubre la cruz y es el penitente de Asís. Mucho menos culto que Domingo de Guzmán, llega al Creador por la criatura. El camino de Dios se lo enseñan la poesía, los animales, las flores.

Las ardillas descienden de los árboles para posarse en su mano. Los faisanes se refugian en los pliegues de su manto. Un alado cortejo de perdices, cigarras y alondras acompaña al poverello por los caminos de Cremona y de Padua. Y a los dieciocho años de penitencia, recita a las palomas su Cántico del Sol: «¡Loado seáis, Señor, por nuestra madre la Tierra, que nos sostiene, nos nutre y produce toda suerte de frutos, las pintadas flores y las plantas!»

Este menestral, este dulce vagabundo se parece poco a Domingo de Guzmán. Inocencia tal no es de este mundo. Acaso al castellano le faltara esa punta de alegría, ese ribete de locura, ese entusiasmo ingenuo que distinguen a los santos. Y sin embargo, qué cerca están uno de otro.

En el Louvre se puede ver, en el ángulo de un cuadro florentino, dos frailes que se abrazan, uno vestido de sayal pardo y con las manos estigmatizadas, otro con hábito blanco y escapulario negro. Pero tan emocionante como el beso de paz es el contraste entre el español y el italiano: el rostro rudo, los anchos hombros de Santo Domingo se destacan, como un Greco, sobre el cielo de Castilla, y la fina silueta de San Francisco se mezcla con las tórtolas en el delicado abril de Umbría, como en un paraíso de un primitivo.

El 15 de agosto de 1217 vuelve Santo Domingo de Roma a Prouille con la bendición y las exhortaciones alentadoras del Santo Padre. Reúne a sus hermanos eran quince y les revela las instrucciones de la Ciudad Eterna. Repitiendo las palabras de Cristo, ordena: «Id por el mundo y enseñad el Evangelio a todas las criaturas.» Pues es preciso separarse. Bendiciendo con emoción a sus primeros compañeros, Domingo de Guzmán asigna a cada uno una residencia.

Divide su comunidad en pequeños grupos, los cuales, at su vez, formarán nuevas comunidades. Pero antes de lanzar a sus discípulos, les recuerda lo esencial de su misión: estudiar y orar, enseñar a predicar. Además, deberán practicar el ayuno y la abstinencia, observar absoluto silencio y hacer voto de pobreza. En una palabra, contemplar y arder para iluminar y calentar a los demás. La acción, hermana del éxtasis.

Domingo de Guzmán se encamina a Bolonia, una de las capitales intelectuales de la Cristiandad. Después enseña en el Sacro Colegio y funda en Roma el convento de San Sixto. Enseña teología, sin abandonar por eso su vida caminante. Viaja continuamente, descalzo y con el cayado de peregrino, de Italia a Francia y de Francia a Italia. Unos años antes de su muerte, decide volver a España.

¡Dieciséis años fuera de su país! Comienza su peregrinación por Segovia. Después de las llanuras lombardas, de los valles. de Suiza y del Tirol, se encuentra ante la sierra de Guadarrama, ante el peñasco segoviano, ante el real acueducto romano tendido sobre la ciudad. No está muy lejos Osma, ni tampoco el castillo de los Guzmán… Es el reencuentro de Domingo con su juventud.

Elige domicilio en una cueva al pie de la muralla, orillas del Eresma. Agólpanse los fieles en torno al fraile castellano. Ricoshombres y mendigos le dan devota escolta. Allí, en un costado de Segovia, crea su primera fundación española: el convento de Santa Cruz. Después continúa el viaje hasta Madrid, predicando a su paso y fundando nuevas comunidades. Y se vuelve a Bolonia, agotado pero radiante. Le queda ya poco tiempo de vida sólo tres años, pero el balance es positivo: más de sesenta conventos dominicanos en el mundo, y, a la cabeza de las grandes universidades Bolonia, París y Roma, maestros dominicos.

¿Se imaginaría el sublime predicador la extraordinaria importancia que iba a alcanzar su Orden en los siglos futuros? En 1217 eran diecisiete. Pasados setecientos años, serán ciento cincuenta mil. Poderosas personalidades, tan diferentes como un Vicente de Beauvais, un Alberto el Grande, un Tomás de Aquino y un Savonarola, llevarán el hábito blanco y el cinturón de cuero.

Giovanni Da Fiésole se hará famoso con el nombre de Fra Angélico. Dominicos también fray Luis de Granada, Francisco de Vitoria y ese intrépido equipo de conquistadores espirituales. En nuestros días, un Lacordaire adapta con fortuna al mundo moderno los métodos de Santo Domingo.

El mismo año de su muerte, 1221, Domingo de Guzmán concibe el audaz proyecto de crear, junto a su Orden, una milicia auxiliar. Es la Orden Tercera dominicana. El mismo redacta los deberes y las reglas.

Destinada en un principio a defender la propiedad eclesiástica, la nueva Orden, que agrupa todas las buenas voluntades cristianas, muy pronto representa la proyección del ideal monástico en la sociedad. Milicia de Jesucristo, después Hermanos de Penitencia de Santo Domingo, los miembros de la Orden Tercera, sin dejar de vivir en el siglo, debían esforzarse por adquirir la perfección cristiana, bajo la dirección de la Orden y conforme al espíritu de la misma. ¿Por qué medios? «La oración continua y, a ser posible, litúrgica, obras de apostolado en favor de la fe, de la Iglesia, de la caridad.»

La Orden Tercera dominicana era, en suma, una milicia complementaria, una reserva de hombres de calidad, una selección de seglares que ejercían su acción principalmente con el ejemplo. Por primera vez se realizaba una cooperación activa de laicos con clérigos. Poniendo el escapulario bajo la coraza de los guerreros y sobre el manto de los reyes, Santo Domingo miraba lejos. Aquello era decuplicar el poder y el alcance de la autoridad religiosa.

Pasado el tiempo, Pio XI proclama a Santo Domingo «precursor de la Acción Católica». La trascendencia de la Orden Tercera fue inmensa. San Fernando, San Luis, Raimundo Lulio, Dante, Tasso y Cristóbal Colón llevaron el hábito terciario. No hay que olvidar la ayuda capital que los terciarios dominicos fundados por Lacordaire prestaron a la Iglesia francesa en el siglo XIX. Médicos, abogados, intelectuales y militares, agrupados por el fogoso predicador en formaciones especializadas, hicieron de la Orden Tercera no una tibia asociación de fieles, sino una cohorte activa y vigilante.

Apenas terminado el reglamento de la Orden Tercera, Domingo de Guzmán, vencido por el peso de una labor sobrehumana, entrega el alma a Dios. Había vivido medio siglo. Fra Angelico le representa con una estrella en la frente y un lirio en la mano símbolos de la inspiración divina y de la pureza. Mas, para completar el retrato, hay que poner en esa larga y bella mano una espada flamígera, símbolo del agotador combate que Domingo sostuvo sin cesar contra los enemigos de Cristo.

En el cielo del siglo XIII español se elevan la catedral de piedra y la catedral de sapiencia. Pero habría sido posible ese doble surtidor si, al mismo tiempo, no se hubieran puesto en España los cimientos de una catedral política?

Aunque dividida en diversos Estados, la España cristiana comienza a organizarse sobre bases comunes. En la cima de la jerarquía está el rey, que gobierna el reino. Le asisten funcionarios mayores y un consejo. En torno al palacio gravita una nobleza poderosa y a veces díscola. La constituyen los ricoshombres, los hidalgos y los caballeros y forma sociedades temibles llamadas hermandades. Al servicio del poder real, un ejército exclusivamente feudal, reforzado por las órdenes militares.

Paralelamente a la nobleza, el clero, como en tiempos. de los visigodos, desempeña en el Estado un papel preponderante. Lo han incrementado aportaciones extranjeras. Monjes de Cluny y de Citeaux acudieron a España a ayudar a sus hermanos contra los moros, y en España se quedaron.

Junto a la nobleza y el clero, aparece en el siglo XII una especie de tercer estado. Lo constituyen los representantes de las ciudades y las villas que, reunidos en Cortes, se hacen oír por el rey. Gracias al Fuero Juzgo, se conceden ventajas y franquicias a los campesinos que laboran las tierras conquistadas a los moros por los reyes cristianos. Por último, los Usatges catalanes y las Partidas comenzadas por Fernando III codifican y completan el derecho hasta entonces consuetudinario.

Se impone a todos, soberanos y súbditos, el respeto a la ley. Con la institución de las behetrías (contratos de asociación entre un hombre libre y un señor) y de las cartas pueblas (destinadas a favorecer la población de tierras), mejoró la condición de campesinos y colonos. Ya no está el siervo bajo la dependencia del señor feudal, sino que colabora con él. Se organiza el trabajo en gremios y en hermandades. Cada grupo humano recibe su estatuto, hasta los mozárabes reconquistados, mudéjares y judíos.

Pero el hecho capital del siglo XIII es la formación de una clase media constituida por los pequeños propietarios de tierras, los industriales y los comerciantes. En ese siglo comienza Castilla a aprovechar sus riquezas y a exportar a Flandes y a Alemania sus productos mineros y agrícolas, mientras los barcos catalanes se lanzan a la mar. Paralelamente, se organiza la vida municipal.

En esos jóvenes reinos cristianos, la administración tiene tendencia a descentralizarse. Cada burgo y cada ciudad aspiran a gobernarse por sí mismos. Los habitantes se reúnen en concejos, primero, en cantones después, prácticamente independientes del señor. A veces, el interés determina la agrupación de municipios. Pues el pueblo español ha oscilado siempre entre el particularismo y el federalismo. Ya en plena Edad Media, hay jurados elegidos por sorteo que juzgan sin apelación.

Y el rey, cuando presta juramento, jura obedecer a la ley, como el más humilde de sus súbditos. No puede hacer nada ni imponer tributos, ni tratar los asuntos del Estado, ni elegir heredero de su corona sin la aprobación de las Cortes. ¿Se puede, pues, hablar de una «democracia medieval española»? No; en el sentido exacto de la palabra, no. Pero es un hecho que la España medieval, con sus fueros y sus Cortes, se adelantó a los Estados occidentales en el respeto a la libertad humana.

El mensaje de Santo Domingo y la incansable acción de la Iglesia no fueron ajenos a aquel gran movimiento de emancipación, como tampoco lo fue la solicitud inteligente de un San Fernando. Un monarca esclarecido y un clero que los duros combates de la Reconquista aproximaron al pueblo ayudaron en gran medida a los esclavos de ayer a convertirse en hombres libres.

Estas conquistas sociales son aún muy precarias. Pero ¿no es igualmente precaria la situación política de esos reinos cristianos divididos entre sí, entregados a irritantes querellas interiores y teniendo que estar en guardia permanente contra el enemigo, de fuera y de dentro?

Primero la presencia de los moros en España, después las crisis dinásticas y las rebeliones de los nobles retardaron la realización de la unidad hispánica. En todo caso, corresponde a Fernando III la gloria de haber concebido esta audaz alianza: la noción romana del Imperio y del Derecho y la moral de Jesucristo. Tres siglos antes de Carlos V, el santo monarca conservó la herencia de los reyes godos y acarició en su corazón el sueño cesáreo de una España imperial y católica.

Es decir, que los jóvenes reinos ibéricos, aunque frágiles y divididos y teniendo que defender sus amenazadas fronteras, manifiestan ya su vocación de gran Potencia.

El siglo de Fernando el Santo primavera política de España anuncia y prefigura el Siglo de Oro. Sus atributos esenciales? La prudencia, el orden y la armonía. ¿Su símbolo? El surtidor de piedra de las catedrales oración suave y grito de orgullo lanzado al puro espejo del cielo castellano.