«Distinto y noble»

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No basta recordar que el español, prisionero de su leyenda, tan rica en color, fue siempre el incomprendido de Europa y que juicios absurdos desnaturalizaron su fisonomía. La cuestión principal sigue planteada: ¿qué es el español?

Y en primer lugar, ¿qué español? Pues sabido es que entre un sevillano y un aragonés hay tantas diferencias como entre un bretón y un marsellés, entre un renano y un pomerano. Las características de cada tipo regional son conocidas. El gallego es sobrio y ágil, y emigra fácilmente. La obstinación del asturiano pasa por una torpeza de inteligencia que su gloriosa historia desmiente.

El vasco, descendiente de la raza éuscara, pretende ser el primer español y venera su lengua que él asegura hablaban Adán y Eva en el paraíso. El navarro, inquebrantablemente apegado a sus tradiciones, canta todavía el himno de las boinas rojas: «¡Por Dios, por la Patria y el Rey!» El aragonés, tan tozudo que es capaz de «clavar clavos con su cabeza», se somete sin embargo a su mujer, «el ama de la casa». El catalán baila la sardana y trabaja de firme.

El valenciano y el murciano, a pesar de su mala fama, permanecen muy cerca de la tierra, pero prefieren pasear en tartana a trabajar en las minas. En cuanto al castellano, son legendarios su orgullo y su altivez. Por su apego al poder, por su afán de mando, que sigue siendo tan vivo como en tiempos del Cid, por su sentido de la primacía histórica sobre el resto de los españoles, el castellano es el último representante de los «Grandes de España».

¿Debemos sacar la conclusión de que hay varias Españas? Sí, tal vez. Pero el español es uno. Como esos árboles de diferentes especies alimentados por el mismo suelo, todos los hombres de España participan del mismo fermento y sus raíces, invisibles, se juntan. Mucho más que de sus diferencias de carácter o de color de piel, hay que hablar de esa identidad subterránea en virtud de la cual los españoles, por encima de sus diferencias someras, son hijos gemelos del hombre nacional.

Una vez limpio el rostro de oropeles folklóricos y de afeites provinciales, ¿cuál es ese rostro del hombre español? Montherlant escribe: «España es, con Italia, una de las naciones más odiadas de Europa; porque es diferente y porque es noble, dos condiciones que sólo le serían perdonadas si fuera poderosa, y no lo es.» Fórmula ésta un poco dura, pero exacta a condición de sustituir «odiada» por «incomprendida» y que completa muy bien la de Unamuno: «El español es un hombre, nada menos que todo un hombre».

Sea gallego o sea catalán, el español es, pues, un hombre aparte. Y de una raza noble. Eso se nota en seguida, nada más que en la manera familiar aunque parezca descarada de mirarnos, de inquirir de dónde somos y quiénes somos. Va derecho al hombre. Esta palabra, ¡hombre!, que surge a cada paso en su conversación, que expresa a la vez bienvenida y afirmación, demuestra la importancia que da el español a lo que sólo ura perífrasis puede traducir: la humanidad del hombre.

El español se siente hombre; es, por tanto, individualista. Por eso, cualquiera que sea el régimen político que gobierna el país, ninguno consigue hacer del español un ciudadano, en el sentido británico o francés de la palabra. Admite difícilmente la jerarquía, aunque respete el orden. Es reacio a integrarse en una agrupación humana. Acaso admite el Ejército y la Iglesia, aunque uno y otra suscitan sus críticas y, a veces, sus rebeliones. El único grupo al que el español se adhiere sin reservas es la familia, es decir, su familia él mismo, por tanto. Su único amor: la patria, o sea la tierra su tierra, la que tiene bajo sus pies. El, los suyos, el campo que él trabaja, eso es España para el español.

Hay tendencia a atribuir al pueblo español cierta indiferencia hacia la vida pública. En su fuero interno no reconoce a la autoridad, pero se somete a ella por fatalismo y, sobre todo, porque se desinteresa de la política de su gobierno, pero esta aparente sumisión del español al poder establecido no dura indefinidamente. El español es paciente, pero sus explosiones de ira son terribles. Salvador de Madariaga define la evolución política de España como una serie de líneas horizontales de quietud cortadas por súbitos accesos de actividad. Esta actividad es un poco como la de los volcanes. Nada permite prever la temible erupción.

Esta arraigada tendencia al individualismo se ve en el estilo de las revoluciones españolas. En Francia se hace la revolución en nombre de los principios. Los hombres del 89 se proponían adaptar la nación las teorías de los enciclopedistas. En España, los principios están fuertemente encarnados en los hombres. Y son los hombres quienes por su prestigio personal, por su autoridad física imponen las ideas.

Por eso la violencia de las revoluciones españolas sorprende y asusta. No son, como en Inglaterra, un ejercicio de acción casi deportivo como un partido de rugby o, como en Francia, una batalla de ideas, sino el momento fulgurante de un drama al que el jefe un «caudillo», casi siempre improvisado, impone su sello personal, su puño enguantado de hierro.

El español, cerradamente individualista, no es menos cerradamente patriota. La patria es para él una especie de anexión apasionada Y así como confunde en un mismo amor su familia y su tierra, así unifica también la religión y la patria. De tal suerte que se ha podido decir que el español siente la religión como un deber patriótico y el patriotismo como una devoción religiosa. Y los movimientos liberales del siglo XIX y del siglo xx algunos ferozmente anticlericales tienen por tema principal la religión.

En pro o en contra. Catolicismo tenaz, ateísmo masónico: amor u odio igualmente apasionados. A semejanza de esos cetros antiguos rematados por dos caras de marfil opuestas, la Iglesia de España está condenada a ver tan pronto un perfil del Greco como una figura de Goya: un fraile o un insurrecto. Toda España corre detrás de la Iglesia, la mitad con una vela y la otra mitad con un palo, dice un proverbio. Unas veces incensada y otras apaleada, la Iglesia española se las arregla para mantenerse aún en buena salud, aunque haya sido asesinada varias veces.

Ya tenemos más o menos dibujado perfilado más bien al español en su españolidad, al español castizo, entendiendo por tal la manera de actuar y de pensar común a todos los miembros de la casta española, basada esencialmente en el amor a la tierra y en la meditación de la tierra. Pues, para el español, la patria es algo que él gusta con delectación, al mismo tiempo que una – preocupación metafísica que le angustia. De la tierra depende su existencia. Y el problema de su existencia le obsesiona. Comer y estar: dos verbos que el español pronuncia cien veces al día.

Primero él, después su familia, su lengua, ru patria, su religión su Dios, podría decirse, el mundo, si puede. Pudo. En realidad, el español es posesivo. Más aún: conquistador. Parte de sí mismo a la conquista de los demás, en arranques sucesivos, como un bailarín.

Y en efecto, nada mejor que un bailarín da la idea de ese proceso psicológico, de esa prolongación progresiva y apasionada del universo español. De un bailarín solo, por supuesto. Escuchad el largo y ronco jipio del cante jondo, el ay que sale del vientre preludio y conclusión, y ahí está, saltando al tablado, el bailaor flamenco, tan apretada la cintura en su ancha faja negra que parece un insecto de coselete muaré. ¡Miradle! Está solo en el tablado, como un labrador en el campo, en su campo.

Es el hombre a secas. Por lo demás, el «cante jondo» que le anuncia es la soledad, la soleá. Solo y quieto, con los ojos medio cerrados, la barbilla levantada, una expresión de sufrimiento en la cara. Las caderas inmóviles, los dedos juntos, la cara interna de las muñecas vuelta hacia afuera. Apenas se mueve. Empieza a moverse. Primero lentamente. El torso hacia atrás, la cabeza ladeada, gira sobre sí mismo, pareciendo indicar con su dedo estirado los límites del círculo dentro del cual él es el amo. Pero, de pronto, el bailaor desaparece fuera del círculo encantado, como si se hubiera roto la varita de Merlín. En una pirueta, traspasa la invisible muralla. Ha logrado separarse de sí mismo, apartar sus pasos de la tierra imperiosa. Avanza unos metros hacia los dos guitarristas y la cantaora, que ritman ese deslizarse de felino a dos pasos de su presa.

Esperamos con una especie de ansiedad el momento en que el magro andaluz romperá al fin la cadena que le sujeta todavía amarrado a sí mismo a su suelo, a sus compañeros. Las guitarras hinchan sus sones hablan más que tocan, dice Antonio Machado, las castañuelas hacen un ruido de tormenta, la mujer saca de lo más íntimo de sus entrañas el ay-ahi que fue el Magnificat de los moros de Granada. El bailaor va ensanchando su ruedo. Corre de un lado a otro y se proyecta como sombra china sobre el telón de fondo. Girando sobre sí mismo, salta de extremo a extremo del escenario, presente en todas partes a la vez, agrandando hasta el infinito su dominio, como aquellos hijosdalgo que, no habiendo salido nunca de su solar, partían un buen día para Sevilla, embarcaban en Cádiz y reaparecían en las avanzadas de las Indias, orillas del Amazonas.

Por último, el bailaor, en un esfuerzo prodigioso, da un salto que le proyecta hasta el techo, los brazos curvados en forma de ánfora. una pierna doblada y la otra estirada. Vuelve a caer, hinca una rodilla en tierra, cruza los brazos sobre el pecho, baja la cabeza en un movimiento seco. Se dispone a recibir el bautismo de la muerte. Un último rasgueo de guitarra desgarrador. Las castañuelas chocan una vez, dos como frágiles osamentas. Mientras el tablado vibra todavía, furiosamente golpeado por el taconeo, el hombre que se creía amo del mundo vuelve a su soledad. Dobla la otra rodilla, junta las manos detrás, la espalda, agacha la frente hasta ella: el Reino de Dios.