Y entonces se levanta una voz en el corazón de las montañas del Atlas: la voz del mahdí Mahomed Ibn Tumart. La religión de los almorávides se aparta de la doctrina del Profeta. Cometen graves errores. ¡Hay que derribarlos! Tumart convierte al califa Abd al-Mumin y le asigna su misión: restaurar el reino del verdadero Dios. Las huestes del beréber, galvanizadas por este nuevo fanatismo, se ponen en campaña.
Someten a los almorávides de África, conquistan Marraqués, llegan al Mediterráneo, lo atraviesan y fijan su capital en Sevilla. Una vez más, los españoles cambian de dueños. Una vez más, so capa de reforma religiosa y de ortodoxia, España sufre la invasión y su corolario normal: la persecución.
La noción de Guerra Santa, que los almorávides parecían haber olvidado, toma nuevo ímpetu. Los teólogos musulmanes inspiran y dirigen las operaciones militares. No se hace nada sin su parecer. «¡He aquí mi verdadero ejército!», decía el emir almohade Yacub al-Mansur, sucesor de Abd al-Mumin, a su estado mayor, señalando a los faquires.
Antes de las batallas se hacían rogativas públicas y procesiones. Un viento de puritanismo y de fe levanta a los sectarios de Mahoma. Ese entusiasmo austero no carece de grandeza. El gesto de Tumart cuando rompe las ánforas en señal de penitencia demuestra un noble fervor. Pero de la doctrina a los hombres hay gran trecho. Y los príncipes musulmanes, seducidos un momento por aquella predicación mística, no tardan en tornar a sus querellas y a sus placeres voluptuosos.
Reina en Castilla Alfonso VIII, «el rey chico». Restablece el orden en su reino, recupera Cuenca y Logroño del dominio de los beréberes almohades. Aliado con Alfonso II de Aragón, que, por su parte, se va haciendo dominios al norte de los Pirineos, el soberano castellano reconquista Valencia. Pero, en 1195, le derrota Yacub en la batalla de Alarcos, tierra de La Mancha.