De los cien millones de peregrinos de Santiago, a los cien mil hijos de San Luis

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Ya en el siglo IX, el Codex de Santiago de Compostela da a los peregrinos, además de informaciones de orden práctico, algunas indicaciones sobre la mentalidad de los españoles. Así, por ejemplo, el autor afirma que hay que desconfiar de los navarros, «rudos y bárbaros», enemigos de la gente gala, mientras que los gallegos se les asemejan un poco, aunque son «vivos de genio y pendencieros».

Mucho después, en el reinado de Enrique IV, Bartolomé Joly, que acompaña al abad de Citeaux en su misión a España, pinta así a los españoles: «Son pequeños de estatura, de encarnadura cetrina y seca, pelo negro y barba muy corta… Melancólicos, taciturnos, cuerdos, prudentes en el consejo, graves, severos, religiosos, coléricos, guerreros y pacientes para el trabajo.» A este juicio, halagüeño y justo en suma, le falta un grano de malicia. Helo aquí: «Se muerden entre ellos, creyéndose y diciéndose los castellanos los mejores del mundo.» ¡Ya entonces!

Pasados cincuenta años, un tal Van Aerssen y su hermano, acompañados de su preceptor, emprenden un viaje a España con el fin dicen de «conocer en su misma casa a esa orgullosa y prudente nación que apenas sale de ella si no es para mandar en las otras». Lo más interesante de sus comentarios es el paralelo que los viajeros hacen entre los franceses y los españoles, aludiendo a la «tirantez diplomática» que los espera.

Esta hostilidad de los dos pueblos les parece artificial, creada enteramente por los respectivos gobiernos. En el fondo tienen todas las condiciones necesarias para entenderse. En la crítica que hacen de los españoles hay cierto humor, acaso involuntario, que pagan los franceses: «Reservados y especulativos, lentos y tardos, pacientes, circunspectos, de admirable firmeza, perseverantes y vigorosos en el triunfo, discretos y reservados en sus negociaciones, los españoles son en todo esto lo contrario que los franceses.»

Sin embargo, el viaje de los hermanos Van Aerssen tuvo lugar el año que murió Felipe IV, cuya debilidad iba a ser fatal para su descendencia y para su país, y unos meses antes de las fulminantes campañas de Turena y de Condé en los Países Bajos y en Franco Condado. Es decir, que cuando la dinastía de los Habsburgos presentaba los síntomas del mal de languidez de que iba a morir; cuando triunfaba la diplomacia francesa; cuando la famosa infantería española sufría los golpes de las armas del Rey Sol, aquellos honrados viajeros hacían el elogio de los españoles.

A su parecer, la política no tenía nada que ver con las cualidades del pueblo español, que, a pesar de una monarquía declinante y de los importantes reveses militares sufridos, conservaba sus virtudes propias.

Y las viajeras, ¿qué piensan de los españoles? Hay una, de calidad, que pasa una larga temporada en España hacia 1680. Es Marie Catherine d’Aulnoy. Su relato, compuesto en forma epistolar muy de moda por entonces entre las mujeres de letras, no carece de errores. Pero la dama es aguda, sabe observar. «Tienen más inteligencia natural que otros… Hablan y se explican fácilmente, tienen buena memoria, escriben claro y conciso, son de comprensión rápida. Les es fácil aprender todo lo que quieren, entienden perfectamente la política, son sobrios y laboriosos cuando hace falta.» Y Madame d’Aulnoy afirma, en fin, que los españoles poseen todas las cualidades que caracterizan al hombre cabal.

Si el siglo XVII fue en general favorable a los españoles, no se puede decir lo mismo del XVIII, dominado por el juicio de Voltaire categórico y falso. Según él, en esa España que no cuenta más que con unos cuantos pintores de segundo orden, «todo el mundo tocaba la guitarra». El abate Delaporte compara a los españoles con los antiguos egipcios. Bravos soldados, lentos y pacientes, buenos diplomáticos, súbditos leales, sobrios, frugales, constantes, esclavos del honor. Desgraciadamente, son fanfarrones y perezosos.

El abate los considera buenos tipos, pero fríos y flemáticos. François de Bourgoing, ministro de Francia en Madrid, aunque filósofo y discípulo de los enciclopedistas, se esfuerza por ser imparcial: «Cuando se quiere hablar de una nación, hay que guardarse de dos escollos: el tono del ditirambo y el de la sátira.» Refuta las acusaciones de pereza y de frialdad dirigidas contra los españoles, a los que pinta laboriosos y entusiastas. El caballero de Fonvielle, contemporáneo de Bourgoing, aunque le chocaran las damiselas que fumaban cigarros, escribe que «no es posible hallar amigos más seguros y más sinceros que los españoles».

A medida que se aproxima el fin del siglo XVIII, va disminuyendo la influencia de los filósofos, y de ello se resienten los juicios sobre España. El marqués de Marsillac, para explicar su sorpresa por no poder comparar con nadie al español, dice: «Lejos de querer ser el mono de imitación de Europa, pone su amor propio en ser siempre él mismo.» En esta definición asoma ya el Romanticismo. Pronto va a aparecer la encendida aurora del siglo XIX. La objetividad prudente o que pretende serlo dará paso a la hipérbole apasionada.

Y es el padre de los románticos, Chateaubriand, quien, mucho antes de publicar las Aventuras du Dernier des Abencérages, cita, en Génie du Christianisme, la opinión de un emigrado sobre los españoles: «Yo estimo sobremanera a ese pueblo que se estima a sí mismo, que no va a servir a las otras naciones y que ha conservado un carácter verdaderamente original… ¡Qué gente tan cabal!» Chateaubriand suscribe rotundamente estos amables juicios.

El mismo visita Andalucía y Castilla la Vieja el año anterior al Dos de Mayo. Cuando los españoles están a punto de ser los niños mimados de Europa, entra Murat en Madrid…