Antes de conquistar el Nuevo Mundo, alguien tenía que descubrirlo. Y esto lo hizo, sin saberlo, Cristóbal Colón. Fue en el campamento de Santa Fe, frente a Granada, cristiana desde hacía muy poco tiempo, donde uno de los hombres más misteriosos de la historia abordó a la reina Isabel.
Misterioso, sí, pues nada se sabe de su nacionalidad, de su raza, de su familia, de su religión. ¿Nació en Génova? Parece que el testamento en que él mismo se declara genovés es falso de la cruz a la fecha. ¿Es siquiera italiano? En todo caso, no habló nunca esa lengua. ¿Es judío, es converso? ¿Cómo y dónde pasó su juventud?
Se murmura que hizo sus primeras armas en la piratería. En realidad, a Isabel le importan poco el estado civil y el curriculum vitæ de Cristóbal Colón. Lo que le interesa, y apasionadamente, es su proyecto.
¿Su proyecto? En vez de ir a las Indias dando la vuelta a África, Colón se compromete a llegar a ellas navegando derecho al Oeste. El hombre deja caer palabras mágicas: «Oro, especias, seda…» Pero encuentra un argumento mejor aún para la católica Isabel. ¡Qué inmenso campo de evangelización para los misioneros españoles y qué trampa tendida a los musulmanes de África del Norte y de Arabia, para cogerlos por la espalda y obligarlos a restituir a la Cristiandad el Santo Sepulcro!
Impresiona a la reina por la fe y al rey por el oro. Pero las pretensiones de Colón son exorbitantes: dos millones de maravedíes, el diezmo de las piedras y metales preciosos que se descubran, la octava parte de las transacciones comerciales, el virreinato de las tierras nuevas y el título de almirante. Los Reyes Católicos vacilan. Se necesita toda la elocuencia del dominico Diego de Deza y de los franciscanos Marchena y Juan Pérez, valedores de Cristóbal Colón, para convencer a Isabel y a Fernando.
Al fin y al cabo, la toma de Granada no es más que un comienzo. Hay que continuar la Cruzada y echar al moro hasta Constantinopla. Para esto hace falta oro y fuertes bases estratégicas contra el Islam, precisamente lo que hay en las Indias occidentales.
Colón acaba por convencer a Isabel, que le da su conformidad. Se firman las capitulaciones de Santa Fe, en las cuales quedan garantizados los privilegios y los títulos que él pretende. La Corona, la Santa Hermandad y algunos prestamistas financian la expedición. Ya no hay más que echarse a la mar.
Tres carabelas están amarradas a los muelles de Palos de Moguer. La Santa Maria será la nave almirante, y los hermanos Pinzón mandarán la Niña y la Pinta. Pues también en esto, en encontrar a los Pinzones, tuvo suerte Colón.
Poniendo a contribución su influencia local, salen fiadores de la empresa del genovés, le proporcionan la tripulación, prestan una de las tres carabelas y aportan una contribución aún más valiosa: su experiencia del mar y de la navegación. La marinería está completa: ciento veinte hombres, entre ellos un irlandés y un inglés casi todos sacados de la cárcel de Palos por orden del gobernador de la provincia de Huelva ¡Más vale exponerse a ahogarse que ir a la horca!
Se embarca la carga víveres y pacotilla para amansar a los salvajes. Colón lleva una carta de recomendación para el Gran Kan, personaje semilegendario al que los Reyes Católicos proponen una alianza. La tarde del 3 de agosto de 1492, los marineros, después de comulgar, levan el ancla. La flota, vela latina al viento, pone proa a las islas Canarias.
La travesía empieza bien. El mar está tranquilo, y los navegantes, muy ilusionados. Colón toma la altura mañana y noche cada y, día, se cree más cerca de la China, cuando la verdad es que cada día se aleja más. Pasan semanas. Una mañana, el estrave de las carabelas se enreda en enormes masas de algas.
Los tripulantes creen que son yerbajos y esto les anima, juzgándolo señal de tierra próxima. Otras veces la esperanza se tornaba en miedo, porque son tan abundantes los supuestos yerbajos, que dificultan la marcha de las naves. Es el mar de los Sargazos.
Casi dos meses llevan ya navegando y todavía no ven tierra. Pero ciertos indicios les hace suponer que ya está cerca. Una ballena, un pelícano, una tortuga, cuatro pájaros «con paja en la cola», una gaviota… Hay bonanza. El aire es tan suave y agradable anota el almirante, que «no falta más que el canto del ruiseñor».
A la larga, la marinería se impacienta. A Colón no le es fácil calmarla. Emplea palabras tranquilizadoras, pero firmes, pues ha decidido llegar a las Indias y está resuelto a continuar el viaje hasta que, con la ayuda de Dios, logre llegar a ellas.
El 11 de octubre, los hombres de la Pinta divisan en el mar cosas muy nuevas: un trozo de bambú, una tablilla y un palo decorado. Los de la Niña recogen una rama de espino cargada de bolitas rojas. Esta vez, la tierra no puede estar lejos.
La noche del 11 al 12 de octubre, con una hermosa luna, el marinero sevillano Juan Rodrigo Bermejo dispara una bombarda y grita: «¡Tierra!» Al son de la Salve Regina, Colón, enarbolando el pendón de los reyes, y los de los tres Pinzones alzando cada uno un estandarte con una cruz verde y la inicial de los Reyes Gatólicos, toman posesión en nombre de éstos de lo que ellos creen una tierra avanzada del continente asiático y que, en realidad, es la actual isla Watling del archipiélago de las Lucayas o Bahamas, en las Antillas británicas. Los indios la llaman Guanahaní.
Al regresar a bordo de la Santa Maria, Cristóbal Colón escribe: «Ellos no traen armas ni las conocen, porque les mostré espadas y las tomaban por el filo y se cortaban con ignorancia…»
Después de reconocer varias islas de las Antillas y poner pie en Cuba y en Haití a la que da el nombre de La Española, Colón pone rumbo a Europa. El viaje de regreso es penoso. La Santa María se va a pique y sólo dos carabelas medio desmanteladas la Niña, mandada por Colón, y la Pinta, pilotada por Alonso Pinzón llegan al puerto de Palos. Lo primero que hace Colón es dirigirse a Barcelona, donde se halla la corte.
Seis indígenas. tatuados y tiritando de frío testimonian la existencia de las Indias occidentales. Llevan aros de oro en las muñecas y en los tobillos. El parloteo de los papagayos verdes y rojos, el fuerte olor de las especias y algunas muestras de frutas y vegetales exóticos dan fe del maravilloso viaje. «He aquí las Indias españolas a los pies de Vuestras Majestades», proclama con énfasis el Almirante Mayor de la Mar Océana. Isabel le cuelga al cuello su propio collar. Cristóbal Colón ha ganado la primera partida.
Apenas vislumbrado el Nuevo Mundo, ya el Papado y España toman medidas sobre él. Los dueños del mundo temporal y espiritual no pierden tiempo. Para calmar los temores de Portugal, que alega sus derechos de primer ocupante de las tierras ultraatlánticas, el papa Alejandro VI un español promulga la famosa bula en la que asigna a España todos los territorios sitos a partir de cien leguas al oeste de las Azores y reconociendo a Portugal el derecho a las tierras descubiertas o por descubrir al este de esta frontera imaginaria.
En compensación de este insólito privilegio, los Reyes Católicos quedan obligados a instruir en la fe católica a los pueblos conquistados. Ni ellos ni sus sucesores faltarán a esta promesa.
El segundo viaje de Colón a las Indias occidentales es una verdadera expedición colonial. Esta vez la flota está formada por catorce carabelas y tres carracas. A bordo van mil quinientos hombres, de todas las categorías y profesiones: médicos, geógrafos, sacerdotes, historiadores y representantes de las diversas técnicas.
El material embarcado es igualmente diverso: instrumentos agrícolas, objetos de culto, utensilios de cocina… A lo largo de tres años, la expedición recorre el mar de las Antillas y funda poblaciones de nombres melodiosos: La Deseada, Santa María la Redonda, Marigalante, Once Mil Virgenes… Colón se pone a gobernar, malamente.
Es demasiado duro y no lo quieren. Además, se empeña en hacer producir a toda costa las tierras recién descubiertas. Los indios son perezosos. No les gusta trabajar. Colón los obliga. Es la esclavitud.
A los tres años de ausencia, el almirante vuelve a España. Los Reyes Católicos le reciben en Burgos, con bastante frialdad. Hasta ahora los descubrimientos de Colón no han beneficiado apenas al Tesoro. Sin embargo, obtiene una vez más el apoyo real para organizar su tercer viaje.
Colón no encuentra en Haití más que anarquía y desorden. Intenta, inútilmente, imponer su voluntad a los españoles y a los indios, que se hacen una guerra solapada y sin cuartel. Unos y otros se unen contra Colón. Por orden del visitador regio, Colón es enviado a España cargado de cadenas, como un malhechor.
Después de Barcelona y Burgos, ahora Granada… Colón, barba crecida, grilletes en los pies, tabardo de sayal, se echa a los pies de Isabel y Fernando. El gesto es teatral y el verbo sigue siendo magnético. Los Reyes Católicos alzan al encadenado almirante, le perdonan y le devuelven sus cargos y dignidades.
Habrá otro viaje, el cuarto. Como si el viejo navegante no pudiera vivir sin el olor del mar. Por última vez, se lanza rumbo a Occidente. ¡Sólo cuatro carabelas! Una más que la primera vez. Llega a Nicaragua, recorre durante varios meses el istmo de Panamá, buscando la desembocadura del Ganges.
Entra en el golfo de Darién, se encuentra a unas cuantas singladuras del océano Pacífico que Balboa descubrirá once años después, costea La Española, donde le prohíben entrar, y pone nuevamente rumbo a España. De las cuatro carabelas, ya no le quedan más que dos, «con tantos agujeros como un panal de miel».
Y arriba con ellas a Sanlúcar de Barrameda. Ese hombre que camina hacia la ciudad, combado el alto cuerpo, la barba blanca y los ojos casi ciegos, cree que vuelve del mar de la China. No sabe que ha descubierto América. Poco tiempo después, muere en Valladolid, solo. La crónica local ni lo menciona.