Tímida y esporádica al principio, más amenazadora a medida que pasa el tiempo, se inicia y se afianza una Cruzada española.
Las hazañas del Cid y la insolente cabalgada de Alfonso hasta la playa de Tarifa exasperan e inquietan a los reyes de taifas. Repitiendo el gesto de los disidentes visigodos, llaman a África en su ayuda.
En el imperio de Marruecos reinaba la poderosa tribu berberisca de los almorávides, fundadores de Marraqués. Hacía poco que un faquir había convertido al islamismo a aquellos lamtunas que, en los confines del Sahara, vivían una existencia primitiva y rústica.
Fanatizados por la palabra del marabú, se agruparon, aumentaron sus filas, eligieron un jefe, Yusuf ben Texufin, y dominaron África desde el Senegal hasta Argel. Estos hombres, terribles y duros, conducidos por su emir, pasaron el estrecho de Gibraltar y desembarcaron en Algeciras. En 1086, Alfonso VI, que había puesto sitio a Zaragoza, abandonó su plan y salió al encuentro del jefe beréber. Los dos ejércitos tomaron contacto a orillas del Guadiana, en la llanura de Zalaca.
Tuvo lugar una gran batalla. Los caballeros cristianos habían acudido algunos de Francia y de Italia vieron arremeter contra ellos nubes de soldados gesticulantes, velado el rostro de negro, lanza en ristre. Y el siniestro tantán de los tambores. Mientras Alfonso huía a rienda suelta, camino de Toledo, los almorávides, vencedores, formaron una pirámide de cabezas y, ante este horrible altar, recitaron la oración de los creyentes.
Yusuf fue proclamado emir de los emires de España. En realidad, él y su hijo no limitaron sus designios al objetivo religioso: se propusieron también quebrantar el poder de los reyes moros, los mismos que habían solicitado su ayuda. ¡Eterno ciclo de la Historia! Los ascetas saharianos, sustituyendo a los príncipes orientales, iban a incorporar la España musulmana al imperio del Mogreb. Y, paralelamente, quedaba frenada la Reconquista cristiana.
Una vez más, la Guerra Santa resultaba una guerra de anexión. Aquellos sombríos enviados del Poniente, aquellos rigurosos observadores de la Ley, animados por una mística más fanática por más nueva, querían reformar el Islam español. Misioneros de Mahoma, se proponían realizar el sueño austero e inflexible de que se habían nutrido en los desiertos del Senegal.
Mas, en contacto con la tibia Andalucía, los devotos almorávides no supieron resistir a la tentación de la conquista. Y ya no se trata de djihad guerra santa, sino de soberanía. Mientras Motámid, rey de Sevilla, se pudría en los calabozos; mientras Alfonso, reducido a la defensiva, moría de su fracaso, los almorávides acabaron de acorralar a España.
El centro de gravedad de la España cristiana pasa de Castilla a Aragón. El héroe de esta resistencia es ahora Alfonso I, llamado «el Batallador». En 1118 irrumpe en la cuenca del Ebro, toma Huesca, Tudela y, con ayuda del conde francés Rotrou, Zaragoza. Restaura el culto en la iglesia de la Virgen del Pilar y la pone bajo el mando de un obispo, don Pedro de Librana.
Después, animado por sus triunfos, prosigue el avance hacia el Sur. ¡No hay quien le pare! Mucho menos ahora que el papa acaba de reconocer oficialmente, y por primera vez, la calidad de cruzados a los soldados del Hombre de las Batallas. Hecho capital, porque esto significa que las expediciones cristianas contra los musulmanes de España quedan consagradas por Roma igual que las cruzadas a Tierra Santa.
A la cabeza de los «cruzados», el rey aragonés deja atrás Zaragoza, llega a la altura de Castilla la Nueva y toma importantes plazas moras. Entra en las tierras del reino de Valencia. A su paso, los cristianos acuden a rendirle pleito homenaje o se incorporan a sus huestes. Los mozárabes cautivos rompen sus cadenas y se enrolan bajo su pendón.
Llega a Murcia y amenaza a Granada. Toda Andalucía tiembla. En todas las mezquitas, el imán repite una y otra vez «la azala del temor». El Batallador acampa ante las murallas de Granada y, sin detenerse mucho, pasa Sierra Nevada, continuando su impetuoso avance. Ya le tenemos en Málaga… ¿No parece África misma, con esos bambúes, esas palmeras y ese olor a pimienta y a canela? Una rápida mirada a las Columnas de Hércules, igual que el otro Alfonso, el de Castilla. Y el príncipe errante se vuelve a Aragón, cargado de botín y llevándose con él a los cristianos. liberados.
Alfonso I no sufre más que una derrota, la de Fraga. Pero en esta derrota pierde la vida. La corona de Aragón pasa a su hermano, Ramiro el Monje. Este monarca parece que fue bastante insignificante. Su exagerada devoción, su piedad hipócrita disimulaban una mediocre aptitud para los asuntos del Estado. Le llamaban, por burla, «el rey cogulla».
Lo único verdaderamente político que hizo fue casar a su hija Petronila con Ramón Berenguer IV, conde de Barcelona, heredero del que salvó la capital catalana de la ocupación almorávide. De este modo se unieron Aragón y Cataluña.
Con Alfonso VII, nieto del vencido de Zalaca, Castilla recobra acometividad. Este enérgico soberano se hace coronar en León emperador de España y recibe el homenaje de Navarra y de Aragón. Mientras Castilla manifiesta así sus designios de unificar bajo su ley toda la Península, Alfonso recorre victorioso Andalucía, se apodera de Almería y avanza hasta Gibraltar.