Se podía pensar que las facilidades ofrecidas a los turistas y el incremento de los medios de comunicación desde 1950 modificarían la óptica de los franceses sobre España. Cada año, cuando llegan las vacaciones, se agolpan en las fronteras de España millares de visitantes. En el mes de agosto de 1955 desfilaron ante el acueducto romano próximo a Tarragona más de diez mil coches, la mitad de los cuales eran franceses. No se puede decir que España tenga echado el cerrojo, que no esté abierta a los extranjeros.
Lo está ampliamente al mundo por los cinco lados de su pentágono, y ha recibido en diez años el equivalente de su población. Escudriñada, registrada por todas partes, fotografiada, filmada, interrogada, interpretada en el escenario, en la pantalla, en el concierto, expuesta a la cámara, al flash, a la estilográfica, al micro, literalmente diseccionada por los curiosos profesionales o aficionados, parece que no debe quedar ya nada de España por descubrir. Sin embargo, todavía hay extranjeros cuya mirada estupefacta traduce, palabra más o menos, el desahogo de Montesquieu: «¿Cómo se puede ser español?»
Hay que decir, en descargo de esas pasmadas gentes, que si España no es ya el reino del misterio, sigue siendo el país de las sorpresas. ¿Cómo no se va a desconcertar, a pesar de su selfcontrol, el hombre de Chicago en viaje de negocios al entrar a las ocho a cenar en un restaurante madrileño y, a esta hora ya tardía en los Estados Unidos, no encontrar más que a las mujeres de la limpieza barriendo el comedor? Va a tomar un refresco a los jardines del Ritz. La mujer del guardarropa le da una corbata, pues el escote no se admite, al menos en los hombres. Lleva quince días enviando cartas y más cartas a un ministerio sobre el negocio que trae entre manos. No recibe respuesta.
Pero, en una reunión de sociedad, conoce al ministro en persona. El ministro, en un cuarto de hora de conversación, arregla el asunto. Al atardecer se pasea por la Castellana, con fastuosas mansiones a uno y otro lado; unas nodrizas llenas de cintas y galones pasean a unos niños serios y ya desdeñosos. Parece que se está en Eton. Unos centenares de metros y ya cenemos a nuestro americano en las callejuelas del barrio de Vallecas, donde otros niños ¡éstos sin niñeras! están jugando a las puertas de unas chabolas que se tambalean. Pero vamos a ver se pregunta Babbit, los españoles son ricos o pobres?
No hay manera de saberlo, pues en cuanto echa la mano al bolsillo para pagar una consumición cuando está en el café con un español, la cosa ya está pagada: «Permítame, España para los españoles.» Y ese aire con que aceptan los dólares, como si se los debieran! El dinero ¿no es todo? Para que se acabe de asombrar, un duque español le niega audiencia. «¡Es un indio!», silba entre dientes el tataranieto de los conquistadores. ¿Un indio, él, que es el rey del acero? Se puede ser rey en Chicago y no tener prosapia. Y se vuelve a su loop del Middle-West con los contratos firmados, pero llevándose también de su viaje un vago respeto hacia ese pueblo, moralmente envuelto en su capa legendaria.