Primeros años del siglo xx. Ya hace tiempo que murió el Romanticismo. No en España, al parecer. O más bien, se sobrevive. La condesa de Noailles, continuando a Víctor Hugo, evoca paseos imaginarios:
Sous un ciel sans pâleur, sans ombre, sans oiseau, Dans les vallons janis et secs du Toboso… (1).
(1) Bajo un cielo sin sombra, sin suavidad, sin pajaros, En las llanadas pardas y secas del Toboso…
Pero la España de la poetisa, «violenta, estriada de ocre, de pez, de cal, asolada por la luz y roja guindilla del mundo», es todavía más real que la de los Orientales. En vano se busca en las admirables páginas de Eblouissements y de Forces éternelles ni siquiera la apariencia de un juicio sobre los españoles. Verdad es que la ardiente condesa no conocía de España más que Fuenterrabía.
René Bazin nos informa con precisión del temperamento español: que reúne la cortesía, el orgullo y el sentido del honor. Mientras que Claude Farrère añora en la Alhambra el esplendor sarraceno, Louis Bertrand, en cambio, canta a la muy católica España. Jacques de Lacretelle pone en guardia a los viajeros contra un exceso de ilusiones. Montherlant el de los Bestiaires y el Service inutile declara que las bases del carácter español son el misticismo y el sentido del goce de la vida, paradójicamente asociados.
Francis Carco escribe en su Printemps d’Espagne: «Ya se hable de toros, de museos, de mujeres, de iglesias, nuestros amigos y vecinos no están nunca contentos.» ¡Por supuesto! Son precisamente los temas que no hay que abordar nunca si no es con la mayor circunspección. Luego, cae sobre el Barrio Chino, y con el mismo desconcierto. Los viajeros franceses que viajan por España entre la terminación de la primera guerra mundial y el comienzo de la segunda no dejan de amasar la materia española con interés y con mayor o menor habilidad, pero casi siempre con buena intención, aunque, muy frecuentemente, exagerando los rasgos. Los puntos de vista difieren.
Albert Dauzat, adoptando la posición opuesta a la de la literatura romántica, la toma con el pueblo español, con la cocina española, con los ferrocarriles. Maurice Legendre, en cambio, formula una petición de principio: «Yo amo a España. Creo conocerla, claro que no muy perfectamente, pero lo suficiente para tener derecho a amarla, mientras que los que hablan mal de ella sin conocerla no tienen derecho a hablar mal de ella.» Y toda su obra es una larga proclama de amistad y de admiración. Maurice Legendre, enamorado de la España eterna, no la juzga. La ama.