Carlos v y su Imperio Infiel

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Hay dos retratos de Carlos V, pintados por Tiziano, que ayudan a entender al personaje mejor quizá que mil volúmenes. Aunque pintados aproximadamente en la misma. época, revelan dos aspectos esenciales del emperador de las múltiples caras.

Ese caballero fantástico, metido en una armadura resplandeciente, tocado con un casco empenachado, lanza al brazo y fundido en un solo cuerpo con su caballo, es el vencedor de Mühlberg. Una banda de tafetán carmesí atraviesa la coraza. Avanza en el crepúsculo glorioso igual que, príncipe joven e impetuoso, se lanzaba por los caminos asturianos ¡hace ya treinta años! a la conquista de su reino español.

El cielo está tempestuoso, como tempestuoso ha sido su destino. Y las fronteras de ese imperio en el que «no se pone el sol» van a morir en las lejanías melancólicas del paisaje sajón. Muy distinto es el Carlos V sentado, pintado al año siguiente. Mirada pensativa, rostro triste. Al emperador le cuesta disimular su cansancio y sus lacras. Pero su mandíbula apretada expresa una voluntad inquebrantable.

Es aún el emperador. Nunca dejará de serlo, ni siquiera entre los jerónimos de Yuste. Pero es hombre gastado, acabado. Se ve en la crispación de los rasgos, en los hombros caídos. Son, exactamente, las dos caras del hombre que, no habiendo podido ser César, quiso morir como Escila.

La ascendencia contradictoria de Carlos V explica las rarezas de su carácter. Era hijo de Felipe el Hermoso y de Juana la Loca; nieto, pues, por su padre, de Maximiliano I, el emperador germánico, y de María de Borgoña, y, por su madre, de Fernando y de Isabel, los Reyes Católicos.

Es bisnieto de Carlos el Temerario, último duque de Borgoña. Nacido en Gante el año 1500, no tiene ninguna semejanza, ni exterior ni moral, con sus abuelos maternos. No tiene nada de su madre, Juana la Loca. En cambio, su tipo físico es el tipo de un Habsburgo y su temperamento el temperamento de sus antepasados de Borgoña. Hasta el famoso «labio de los Austrias» parece que no es de Austria, sino de Borgoña. Además, Carlos, estudiante en Bruselas, recibe una educación estrictamente flamenca, mientras que su hermano, Fernando, al cuidado de Fernando el Católico, se educa a la española.

Los flamencos rodean con amor a este niño rubio y de tez clara. Sus primeros maestros son flamencos: Adriano de Utrecht, decano de Lovaina; Guillermo de Croy, señor de Chièvres, y Carlos de la Chaux. El alma, la cultura, la historia hispánicas son totalmente extrañas para el futuro rey Carlos. Nada de español, mucho de flamenco, más aún de borgoñón.

La variedad de la ascendencia se traduce en lo copioso de la herencia. Reúne la del imperio, la de los duques de Borgoña y la del reino de España. Pero quiere ante todo continuar la política de sus antepasados borgoñeses, Juan Sin Miedo, Carlos el Temerario, Felipe el Bueno. Cuando los franceses hablen de sus adversarios españoles, imperiales y flamencos dirán: «¡Los borgoñeses!»

La cuestión borgoñona obsesiona a Carlos V hasta la Paz de las Damas. Los negocios españoles, de los que nunca entendió gran cosa, no son para él más que un cuidado accesorio. Sin embargo, elegirá a España para morir.

En realidad, las herencias le caen de todas partes. En primer lugar, del lado español. Hereda, de Isabel, Castilla la Vieja y Castilla la Nueva, Asturias, León, Galicia, Extremadura, Andalucía, Murcia y Vizcaya. De Fernando, Aragón, Cataluña, Valencia, Mallorca, Cerdeña y Sicilia. Sin contar las adquisiciones de los Reyes Católicos: Rosellón, el reino de Granada, Nápoles, Navarra y el inmenso Nuevo Mundo, hace poco descubierto y muy pronto totalmente conquistado.

De los duques de Borgoña y del imperio una vez elegido emperador, Carlos I de España, ahora Carlos V, hereda los Países Bajos, Luxemburgo, Lorena, el Franco Condado, Austria y Alemania. Ahí tenemos, pues, el Sacro Imperio que se extiende desde la costa de Pomerania hasta Holstein y Gravelinas, pasa los Alpes, engloba casi toda Italia, rodea los cantones suizos, Saboya y va a acabar a orillas del Danubio.

Pero es un imperio más teórico que real, «una sombra de lo que fue», confiesa el propio Carlos V en la Dieta de Worms. Mosaico suntuoso cuyos azulejos, mal afianzados, ceden bajo los pasos del emperador.

La primera salida de Carlos, para su bautizo, da lugar a casi tanta pompa como, más adelante, su coronación. Toda la ciudad de Gante está de fiesta. A la cabeza del cortejo que se extiende desde el palacio del archiduque a la iglesia de San Juan, van los burgomaestres y setenta nobles de la corte, cada uno con una antorcha encendida; después, los caballeros del Toisón de Oro y diecisiete prelados con capa de seda.

Detrás de éstos, los señores que llevan devotamente los instrumentos del bautismo: un bonete bordado de perlas, las ánforas de plata, un salero con la sal litúrgica y una vela de cera blanca de libra y media. El niño va envuelto en un mantillón de brocado forrado de armiño. Se llama duque de Luxemburgo. Dieciséis años después, Carlos es proclamado rey de España en un Requiem que se celebra en memoria de su abuelo Fernando en la iglesia bruselense de Santa Gúdula.

Transcurridos cinco años más, Carlos es consagrado emperador en Aquisgrán. Otro cortejo inimaginable. Tres mil infantes alemanes con uniforme rojo y amarillo, ciento cincuenta jinetes del imperio vestidos de negro, los señores flamencos, borgoñones y alemanes vestidos de brocado de oro y de plata, pajes de librea de raso carnesí y la fanfarria ensordecedora de los electores. Desde el palacio de Gante hasta el monasterio de Yuste cincuenta años después, Carlos V estará siempre escoltado. Nunca soledad para ese «forzado del poderío».

Tan pronto como se ciñe la corona de España, su primer cuidado es conseguir que sus nuevos súbditos le admitan. De primera impresión, no es antipático. Admiran su buen porte a caballo y su destreza en los torneos. Pero el prejuicio favorable se disipa en seguida. Le reprochan que pone en los empleos demasiados flamencos y pocos españoles.

Choca también su falta de alegría. ¡Tan grave ya y no tiene veinte años! Indigna sobre todo su escaso empeño en aprender castellano. Por otra parte, la posición de Carlos es incómoda. Es bien sabido que Fernando de Aragón hubiera preferido legar sus reinos españoles a su segundo nieto, Fernando, hermano menor de Carlos y preferido del abuelo. Se sabe también que la verdadera heredera de Castilla es doña Juana la Loca, que todavía vive, aunque encerrada en el castillo de Tordesillas, y que tiene muchos partidarios. Por muchas razones, Carlos pasa, pues, por extranjero y usurpador.

Mientras el joven rey procura, mal que bien, lograr que sus súbditos le acepten, se entera de la muerte de su abuelo Maximiliano. A los seis meses, un correo flamenco le lleva la noticia de que ha sido elegido emperador. Los siete electores los arzobispos de Maguncia y de Colonia, el arzobispo de Tréveris, el rey de Bohemia, el duque de Sajonia, el conde palatino y el margrave de Brandeburgo tenían que elegir entre dos favoritos: Francisco de Valois y Carlos de Gante.

El nuevo emperador hace los preparativos para la marcha. Pero no quiere presentarse con las manos vacías ante sus buenos electores. Acuciados por los procuradores, los municipios españoles entregan su óbolo para el tesoro imperial. Un torrente de oro se ha supuesto que mil millones de ducados corre hacia el puerto de La Coruña, donde embarca Carlos V, ro deado de su pequeña corte flamenca, para ir a recibir la espada. de Carlomagno y el globo del mundo.

Con el espíritu inmerso en un sueño cesáreo, Carlos V no piensa apenas en España. ¡Un reino entre los demás! Pero España no quiere que la traten como a pariente pobre. Se rebela contra el amo ausente. Las comunidades toman las armas y se enfrentan con las tropas regulares del regente, Adriano de Utrecht. Como ocurre siempre en España en parejas circunstancias, la revolución de los comuneros está encarnada por un héroe. Se llama Juan de Padilla, señor de Toledo.

El hombre es valiente y se ve ya primer ministro de la reina doña Juana. Al frente de sus tropas, entra en Tordesillas, se adueña de la plaza, fuerza las puertas del palacio. donde está recluida doña Juana, se echa a sus pies, consigue hacer brotar de la débil cabeza una chispa de lucidez. ¡La reina de Castilla es ella! Durante varios meses se libran duros combates entre los comuneros y los imperiales. Desde Worms, donde se encuentra Carlos, se esfuerza éste por hallar una fórmula de avenencia.

Disminuye los impuestos, predica la concordia. ¡Pero la concordia está lejos! Mientras tanto, la guerra civil se prolonga. La suerte la decide la captura de Padilla por los imperiales. La última batalla librada por el jefe de los comuneros tiene lugar en el pueblecito de Villalar. El ejército realista es muy superior a la pequeña tropa comunera. Los soldados de Padilla, dándose cuenta del peligro, se arrancan precipitadamente las cruces rojas que llevan como emblema y las reemplazan por cruces blancas, insignia de los regulares. «¡Santiago y libertad!», grita Padilla, lanzándose como un loco contra el enemigo, lanza en ristre y visera levantada. Le hieren. Se rinde.

Es condenado a muerte. Antes de dirigirse al lugar del suplicio, escribe dos cartas. Una a la ciudad de Toledo, su patria: «A ti, corona de España y luz del mundo, libre desde los tiempos de los godos.» La otra a su mujer: «Os lego mi alma, que es lo único que me queda.» El hacha del verdugo pone fin a su vida y, al mismo tiempo, a la guerra. Carlos V, de regreso en España, entendió la lección. Juró respetar los fueros españoles y cumplió el juramento. En cuanto a los flamencos, tuvieron que contener por algún tiempo su apetito de poder y de dinero.

Una vez liquidada la insurrección y ejecutados los cabecillas, Carlos V topó con Francia a cuenta del Milanesado. Lucha estéril y siempre variable, debido al continuo cambio de alianzas. Salió vencedor Carlos, pero sin que por ello quedara quebrantado ell poderío francés. Pero, más que Francisco I, sus enemigos irreductibles fueron Solimán y Lutero. Y, acaso, los papas. Pues el Habsburgo tiende a confundir el imperio con la Cristiandad. Quiere ser el emperador muy católico. Por eso combate con igual violencia al Islam, a la Reforma e, indirectamente, al Papado.

El Desafío de Lutero

La Desconfianza de los Papas

Otra vez la Cruzada

Balance en Yuste