Carlos V tiene cincuenta y seis años. Está gastado, enferme torturado por la gota, pero con la mente clara. Ha llegado la hora de hacer balance. ¿Ha vencido al infiel? Barbarroja ha muerto, pero su sucesor ha levantado con mano firme el pendón rojo y blanco con una media luna azul. La dominación turca se extiende desde Gibraltar hasta Constantinopla.
Los príncipes luteranos, como aves de presa, se disputan Alemania. Sólo Flandes prospera, con perjuicio de los españoles, que suelen repetir el dicho: «España se come al Nuevo Mundo, pero los que engordan son los flamencos.» En cuanto al pontificado, nunca manifestó a Carlos V una amistad sincera. Ahora mismo Paulo IV anda tramando echar de Italia a los españoles con ayuda de los franceses. ¡Los franceses!…
De no ser por ellos, quizá Carlos V habría llegado a ser dueño absoluto, si no del mundo, al menos de Europa. Su eterna y casi monótona rivalidad con Francisco I ¡ese querido enemigo!, sus peleas y sus reconciliaciones se detestan antes de Francfort, se abrazan después de Pavía, duermen en un mismo cuarto en Aguas Muertas, seguramente más aún que las querellas con los protestantes, han roto su sueño de una monarquía mundial. Enrique II, sucesor de Francisco I, se le escapó también de entre las manos. Francia está herida, pero en pie y dispuesta a hacer frente.
¿Es en esto en lo que piensa Carlos V caminando hacia el monasterio de Yuste, perdido en uno de los rincones más agrestes de Extremadura, más allá de las Batuecas? De Jarandilla a Yuste el camino es duro y los soldados, provistos de antorchas, se ve y se desean para mantener horizontal la litera del emperador.
Los caballos resbalan en la tierra blanda y los lansquenetes, encendida en la mano derecha la mecha del mosquetón, tropiezan en los pedruscos. Hace ya varios meses que Carlos V abdicó en su hijo Felipe II. Le ha dejado España, los Países Bajos, Franco Condado, Milán, Nápoles y el inmenso Nuevo Mundo. Pero el imperio alemán la herencia de los Habsburgos le ha tocado a su hermano Fernando.
Ese hombre vestido de negro, inválido, al que ayudan con mucho cuidado a bajar de la litera, ya no es nada. El prior, turulato de emoción y sin saber cómo llamarle, balbuce. «¡Vuestra Paternidad!» Un fraile rectifica secamente: «¡Vuestra Majestad!» Tocan al vuelo las campanas del convento. Carlos manda que le lleven al pie del altar mayor, donde se canta un Tedéum. Un pálido sol de invierno desciende tras la sierra de Guadalupe. Parece el Toisón de Oro. Ese Toisón cuyo collar colgará Carlos V a la cabecera de su cama. A Carlos V le queda por ganar una batalla: contra sí mismo. Y no va a ser la menos difícil.
Carlos se ha retirado del mundo, pero el mundo sigue interesándole. Escribe a sus hermanas, a su hijo, y sobre todo a su hija, Juana. Se enfurece contra los herejes y, con su mano deforme, garabatea misivas para Juana recomendándole que vea si es posible proceder contra ellos como sediciosos, provocadores de escándalos, perturbadores y agitadores de la república, pues, de esta suerte, no podrán prevalerse de la misericordia.
Su odio a los protestantes está tan vivo como en Mühlberg, quizá más, pues ahora mide lo que ha perdido por causa de ellos. Esa pluma que tiembla de ira es la que, refiriéndose a su hijo, escribe que, si en algo puede servirle, aunque ya con la muerte entre los dientes, lo hará con todas sus fuerzas.
¿Se aburre con los jerónimos? Un poco. Esos frailes son buena gente, pero algo cortos de caletre. Por lo demás, su médico y su lector son flamencos. Les hace sus confidencias y, a veces, se cree todavía emperador. Sin embargo, desde el momento en que Fernando asumió el trono germánico, Carlos mandó borrar de sus sellos el águila imperial. Ya no se leerá al pie de los pergaminos la orgullosa inscripción: Carolus Rex Catolicus.
Ya no le volverá a escribir Tiziano: «Sacratissima Cesarea Maesta…» Sus reinos desde el Danubio hasta las islas y tierras firmes de la Mar Océana se han ido desprendiendo de él uno a uno, como escamas. Está desnudo ante Dios. Y desnudo, como salió del vientre de su madre, quiere volver a la tierra. Los últimos renglones que traza son un acto de contrición: «Perdóname, ángel de mi guarda, mensajero del Cielo, mis actos vergonzosos…» Sus últimas palabras son las palabras de un soldado que va a librar su última batalla: «Ha llegado la hora…»
«¡Está loco!», exclamó el papa Paulo IV cuando le comunicaron la salida de Carlos V para Yuste. Loco no, plenamente lúcido, razonable, ¡hasta qué punto! No es el único rey de España que ha muerto en hábito monacal. Los soberanos godos Andeca y Vamba, los reyes de la Reconquista Bermudo I, Alfonso IV y Ramiro II hicieron lo mismo. Este desencantado ha roto las cadenas que le ligaban a cosas de la tierra después de pensarlo mucho tiempo ya en Aquisgrán pensaba en ello.
Su retiro no obedece a decepción ni siquiera a cansancio físico. Está fundamentado en sus fracasos sucesivos. En realidad, ha dimitido. Nada de desesperación, ni siquiera de amargura, ni menos de romanticismo. No ser ya emperador no le quita el apetito. Y es una lástima para su salud. Sus minutas desesperan al médico. Boquerones, tortillas de sardinas, sopas de cangrejos, pernil, ancas de rana, lampreas, cabrito, magras de jamón… ¿Es éste el régimen adecuado para un gotoso?
Treinta platos en cada comida regados con cerveza helada y con un vino espeso, ¿no es excesivo? Pero ¿quién hace entrar en razón a ese bulímico para el que la llegada al monasterio de un cajón de chorizos de Tordesillas es casi tan importante como la visita de un mensajero diplomático?
Pero Carlos V, al retirarse a Yuste, no ha buscado un final de carrera tranquilo y confortable. Ambición más alta abriga aquella alma, que estuvo siempre atormentada. Hacer penitencia. Cuando confiesa públicamente sus pecados ante los príncipes, los caballeros del Toisón de Oro, los miembros de los Estados Generales del Imperio y la multitud congregada en el palacio bruselense de Condenberg, quiere sin duda humillarse públicamente. «Bien sé, señores, que a lo largo de mi vida he cometido grandes faltas», murmura con la voz quebrada.
Y el pueblo, a una, rompe a sollozar. ¿Qué faltas? Su comportamiento con su madre, la sangre inútilmente derramada de sus súbditos alemanes y españoles, el saqueo de Roma… Y tantos remordimientos, el último de los cuales estará siempre físicamente presente hasta la hora de la muerte: ese zagal rubio, de ojos azules, que dispara el arcabuz en la huerta del monasterio. Sabe que su madre se llama Bárbara Blomberg, pero ignora que su padre es ese anciano tullido que le mira pensativo.
Le llaman Jeromín. Un día será don Juan de Austria y vencerá a los turcos en Lepanto. Carlos V, glotón, sensual, avaro, rencoroso, a menudo mezquino, a veces hipócrita, no hubiera tenido ni más ni menos defectos que otros hombres si no le hubiera dominado totalmente el orgullo, hasta el punto de cegarle.
Aquellas coronas que le ponían sobre la cabeza una tras otra en el momento mismo en que se le escapaba el imperio, aquel lejano Nuevo Mundo que él defendía ardientemente, mientras, muy cerca de él, los príncipes infieles tramaban su perdición, todo eso demostraba que su orgullo superaba a su clarividencia. Y cuando, de pronto, se dio cuenta, se emplazó a sí mismo así, como debieran acabar los monarcas sensatos.
Francisco de Borja, a quien fue encomendada la oración fúnebre del emperador, desarrolló este salmo: «¡Quién me diera alas como a la paloma, para volar y descansar! Mas he aquí que me alejé huyendo y estoy solo.» Y en efecto, la carrera de Carlos V se semeja más a la paloma del salmista que al águila divina que, en su vuelo incansable y sin igual, bajo sus alas tuvo al mundo como lo evoca Calderón.
Deseó alas poderosas, subió tan alto, partió tan lejos, que está solo. Mas el día en que expira Carlos V, un bulbo de azucena que él mismo había plantado floreció de repente. «¡Milagro!», claman los frailes jerónimos. Y prenden la vara maravillosa en el crespón que enluta el altar mayor. Nada podría simbolizar mejor la contradicción entre el destino de Carlos V y la pureza de sus intenciones que esa paloma extraviada y esa azucena póstumamente florecida.