En 1862 hace casi un siglo, Gustavo Doré, que acaba de obtener un éxito triunfal con sus ilustraciones de los Cuentos de Perrault, proyecta un primer viaje a España: Davillier, su amigo e inseparable compañero de camino, le dice: «Cuando vuelvas, nos darás un Don Quijote magnifico…
Cuando hayas recorrido los pedregosos senderos de La Mancha, andados por el intrépido manchego y por su fiel escudero; cuando hayas dormido, como ellos, en el santo suelo; cuando hayas visto la venta de Cárdenas, pues todavía existe en la agreste Sierra Morena, tan propicia a las penitencias de los caballeros errantes.
Pero, eso sí, ¡ya puedes olvidarte de las bodas de Camacho! España no es el país del buen yantar. Y, a la vuelta, te acordarás con gusto de las privaciones sufridas…» A los pocos días, los dos amigos toman el tren en la estación de Lyón hasta Perpiñán, y aquí la diligencia, que, pasando el collado de Perthus, los lleva a Barcelona. Quiere decirse que, todavía en esa época, relativamente próxima, el viaje a España se consideraba una arriesgada expedición y España misma un país donde el menor peligro era morirse de hambre.
Hay que decir que los románticos habían contribuido, veinte años antes, a acreditar lo que no era del todo una leyenda, pero casi. Théophile Gautier declaraba tranquilamente: «El viaje a España es una aventura peligrosa y novelesca. Hay que arriesgarse, tener valor, paciencia y resistencia.» E insiste en el «calor infernal», «el sol que derrite el cráneo» y la necesidad de proveerse de carabinas para hacer frente a los ladrones, a los facciosos y a los hosteleros. Los peligros que corre a cada momento ¡así lo dice él! no alteran ni su buen humor ni su entusiasmo.
Al salir de la catedral de Burgos, exclama: «Salimos deslumbrados, abrumados, borrachos de obras maestras.» Pero lo que interesa destacar sobre todo es el lúcido juicio que hace de los españoles. Pudiera creerse que esa visión romántica de España que él llevaba ya consigo antes de pasar la frontera iba a incluir a las personas en el mismo espejismo oriental. ¡Pues no! Observa que las madrileñas se visten a la francesa, menos en el tocado. «En el Prado se ven muy pocos sombreros de mujer. Exceptuando algunos sombreretes color azufre que debieron de ser antes ornamento de asnos ilustrados, no hay más que mantillas». Observa también lo que se entiende en Francia por tipo español, otra invención romántica.
La señorita de rostro pálido y alargado y labios encarnados no se encuentra más que en Andalucía. Hay, desde luego, malagueñas ardientes y cigarreras negras como ciruelas. Pero las rubias de ojos azules son legión. El bolero, las guitarras… ¡por supuesto! Pero Théophile Gautier se da perfecta cuenta de que a los españoles no les gusta que les hablen de eso. Confiesa honradamente: «El carácter de un pueblo no se conoce en seis semanas.» Un día vio un bandido, pero de lejos y entre dos guardias.
En los caminos de la sierra, jamás. Y dice: «El bandido español ha sido para nosotros un ser puramente quimérico.» Las casas están limpias, el pueblo es trabajador y todo el mundo sabe leer y escribir. El ritmo de la vida es más lento que en Francia, pero se vive mejor en España. En cuanto al orgullo de los españoles, Gautier no encuentra rastro de él. Al contrario, son «de una sencillez y de una campechanía extraordinarias». Así que nada de maritornes, nada de piojos en las camas, nada de castañuelas, algunos mendigos… Y mucho aceite en la comida. Pero a Gautier le gusta la cocina con aceite.
También es muy favorable el juicio de Stendhal, que precedió en tres años a Gautier en las caminos españoles aunque no llegó más que a Cataluña, y aun esto hay quien lo pone en duda. Ya antes tenía formada su opinión. En su libro De l’Amour afirma gravemente: «Considero al pueblo español representación viva de la Edad Media.» Y precisa: «Me gusta la vida privada del español… Estimo el silencio español.» En Mémoires d’un touriste confirma su juicio previamente favorable: «Me gusta el español porque es un tipo, no es copia de nadie.
Será el último tipo que quede en Europa.» Dos observaciones profundas, pues si es exacto que el silencio caracteriza al paisaje y al hombre de España, en contra de la opinión general, es igualmente indiscutible que el tipo español es de los que parecen destinados a la más duradera eternidad.
Muy diferente es el juicio de George Sand, que, al año siguiente, va a residir en la Cartuja de Valldemosa, de la isla de Mallorca, con sus hijos y con el pobre Chopin, ya muy enfermo. Escribe de los españoles aunque tuvo con ellos poco trato: «Me hirieron en lo más sensible de mi corazón; acribillaron a alfilerazos, ante mis ojos, a un pobre enfermo. No los perdonaré nunca, y, si escribo sobre ellos, será con hiel.» Cumplió su palabra en su libro Un hiver à Majorque, publicado sin embargo en Palma los mallorquines no son rencorosos y que todavía devoran los turistas.
Edgard Quinet sucede a Théophile Gautier como «gran viajero» por España. Tiene ya su idea, más aún que Stendhal, sobre ese país que no conoce aún. La España que él va a visitar es la España del Cid así lo ha decidido, y no se vuelve atrás. Esos bandidos que Gautier no vio, Quinet los busca, con el corazón palpitándole al galope, en cada recodo del camino, y, a veces, cree encontrarlos.
Un estado de ánimo tan literario no podía menos de influir en el juicio de ese profesor de la Sorbona sobre el pueblo español, referente al cual encuentra sin embargo una bella fórmula después de asistir a una corrida de toros: «Quién sabe si las cualidades más fuertes del pueblo español no serán alimentadas por la emulación de los toros, la sangre fría, la tenacidad, el heroísmo, el desprecio a la muerte. En las leyendas del Norte, Sigfrido, para ser invencible, se baña en la sangre del monstruo.»
En las Impressions de voyage de Alejandro Dumas hay cuadros admirables, desde el de las montañas de Guipúzcoa, semejantes a «capas de pobres remendadas con grandes piezas amarillas, rojas o verdes», hasta la descripción de la Giralda, «que huye al anochecer como una abeja de oro». Pero a los españoles los ve a través del halo de su imaginación.
En realidad, se interesa más por sí mismo que por lo que le rodea, y, con esa fatuidad ingenua que hacía sonreír a sus amigos e irritaba a sus enemigos, afirma: «Soy más conocido en Madrid que en Francia… Los españoles creen ver en mí un no sé qué de castellano que les cosquillea agradablemente el corazón.» En todo caso, la actitud romántica de Dumas ante los españoles, tales como él creía verlos, denota una simpatía humana en la que no se encuentra ni sombra en el testimonio empinado de Maurice Barrès, por ejemplo, para el que España no fue más que un tema de maceración intelectual y un brillante ejercicio estético.