Bailen Presagia Waterloo

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Cuando Napoleón entró vencedor en Madrid, se dirigió al palacio real, contempló detenidamente el retrato de Felipe II y exclamó, según dicen: «¡Por fin ya es mía esta España tan deseada!» No es imposible que se oyera esta frase, aunque huele a apresto literario. Pero esa grandilocuencia verbal es muy propia del emperador.

Sabía que sus palabras serían «históricas», y las preparaba de antemano o, una vez pronunciadas con el acento de la improvisación, las retocaba. Napoleón posaba para la posteridad. Auténtica o no, con esta frase ocurre lo que con tantas otras que, fabricadas enteramente a posteriori, resumen, por singular fortuna, en su elocuente conclusión, un drama, una situación, un carácter. Es verdad que Napoleón codició violentamente a España. Y es igualmente cierto que esa tan deseada España no fue suya jamás. ¿Por qué?

En la formidable partida que se está jugando entre Francia e Inglaterra, España es un gran triunfo. Por eso cada uno de los adversarios se esfuerza por atraerla a su campo. Pero las preferencias y los intereses de Godoy se inclinan hacia el emperador. Cree ciegamente en su triunfo final. Y conserva esta fe incluso después de que la flota de Nelson ha echado a pique en Trafalgar la escuadra franco-española, destruyendo para siempre la esperanza que abrigaba Napoleón de un desembarco en Inglaterra.

Los enemigos de Godoy le acosan por todas partes, como los cazadores que persiguen a un ciervo se agrupan en torno al presunto heredero, el futuro Fernando VII. También ellos están dispuestos a colaborar con Francia. En la corte de España reina la confusión. Y la confusión llega al colmo cuando, a favor de una intriga doméstica, Fernando intenta apoderarse por la fuerza del trono paterno. La política de Carlos IV descubre el complot. Es detenido el príncipe y, con él, todos sus amigos. El pueblo se pone de parte de Fernando. La nobleza y el ejército se sublevan. Estalla en Aranjuez un sangriento motín. Carlos IV, desalentado, abdica en su hijo. Godoy es destituido.

Entonces, Napoleón, juzgando que el fruto está maduro, entra en escena. Pues es en efecto una entrada en escena lo que el comediante va a hacer en el sangriento escenario español. Aprovechan do la crisis dinástica, ordena a sus tropas que ocupen cierto número de puntos estratégicos.

Ha llegado el momento de poner en ejecución su plan: apoderarse de España, hacer de ella un bastión contra Inglaterra y mejor aún utilizar su posición clave en el Mediterráneo y su imperio de ultramar para arruinar el comercio inglés. Napoleón sabe de qué proezas es capaz la vieja infantería española. Vale tanto como sus veteranos. No falta más que zanjar la cuestión dinástica.

El ejército imperial entra en Madrid. A la cabeza caracolea Murat, cuñado del emperador. Su estado mayor es brillante, pero la tropa, harapienta y aspeada, no tanto. Al día siguiente, el que entra en la capital española es Fernando VII. La multitud se entusiasma. Vuelan en torno al rey sombreros, pañuelos y abanicos.

Le besan los estribos. Pero los franceses los franchutes son mirados con malos ojos. Fernando, nada más llegar a Madrid, recibe de Napoleón una «invitación» esa clase de invitaciones que no se pueden declinar para verse en Bayona. Fernando VII obedece. ¡Qué sorpresa y qué confusión las suyas al encontrarse en Bayona, a los pocos días de su llegada, con su padre, Carlos IV, con la reina y con Godoy, el favorito fugitivo! Toda esta gente discute, disputa, se recrimina bajo la mirada burlona del corso.

¡Haber atraído a aquella ratonera a los tres dueños nominales de España! ¡Qué magnífico golpe! Napoleón dicta su voluntad, pues ahora no hay más amo que él al menos él lo cree así. Carlos IV abdica a su favor. Fernando renuncia al trono. Ambos deciden permanecer en Francia. En cuanto a la corona de España, le iría muy bien a José Bonaparte, hermano del emperador. Juego hecho. Ya no hay príncipes españoles. Napoleón puede creer que ha ganado la partida.

Fue fácil para ese jugador de ajedrez manejar en el tablero español a aquellas testas coronadas que, de reyes, tenían solamente la apariencia. Pero le faltaba una pieza capital, la que le iba a dar mate: el pueblo español. Él no pensaba apenas en ese pueblo. Lo creía atrasado, podrido de prejuicios, ignorante. De España, sólo apreciaba su ejército, cuyas hazañas llenaban todavía la historia del mundo.

En cambio, despreciaba a la corte ¡había aprendido a conocerla! y al clero. «¿España? Un país de curas y de frailes.» Así definía la presa que se disponía a devorar. Quizá también era sincero aquel hijo de la Revolución cuando hablaba de «liberar» al pueblo español. Pero la liberación. no fue la que él esperaba.

Mientras en Bayona negocian la corona de España, en Madrid ruge la cólera del pueblo. Abandonado por sus reyes, ocupado por un ejército extranjero, comprende de pronto que le han engañado. La rebelión contra los franceses estalla espontáneamente el 2 de mayo de 1808. Es la famosa jornada del Dos de Mayo.

La insurrección comienza en la Puerta del Sol. Ya la víspera, el apuesto Murat, que mandaba el cuerpo expedicionario francés, había sido silbado por los madrileños a los gritos de «¡Troncho de berza!» alusión a su uniforme verde y blanco La cosa no era todavía muy grave. Pero al día siguiente, 2 de mayo, aquella multitud vociferante, congregada en la Puerta del Sol, ataca a los mamelucos y a los dragones de Murat. Como escribirá Pérez Galdós, «toda España se echó a la calle».

En una tremenda confusión, los insurrectos, armados con picas, con cuchillos y con barras de hierro, acometen furiosos a los soldados imperiales. «¡Mueran los gabachos!» Los mamelucos, con sus largos pantalones rojos y sus turbantes blancos, agitan desesperadamente sus cimitarras, mientras los insurrectos, deslizándose bajo el pecho de los caballos, les hunden el puñal en la panza. Una lluvia de piedras cae sobre los cascos de los coraceros. Los jefes franceses pierden la cabeza. Truena el cañón. Aquella noche, Murat decide reprimir la sedición. Se organiza una verdadera caza de hombres. Todos los sorprendidos con armas en la mano son fusilados.

Goya inmortalizó el recuerdo de este final de jornada. Vivía en el 9 de la Puerta del Sol tenía entonces más de sesenta años y vivió y presenció esa página de historia. ¿Cómo olvidar a aquel español de la camisa deslumbradoramente blanca, de pie en un promontorio color ocre, con los brazos en cruz, Madrid al fondo perfilándose sobre un cielo traslúcido, en el centro un farol amarillento, aquellos hombres esperando su turno, tapándose los ojos para no ver la suerte que les espera, y los regueros de sangre casi negra?

La insurrección madrileña ha sido aplastada. Pero, como un fuego mal apagado del que queda el rescoldo, se va corriendo y vuelve a arder, empezando por Asturias. Unas juntas locales asumen el poder, al mismo tiempo que la dirección de las operaciones.

Rápidamente se unen al movimiento contra el invasor Castilla la Vieja y Castilla la Nueva, Andalucía, Valencia, Aragón, Cataluña, las Baleares, Navarra y el País Vasco. No ha llegado aún a España José Bonaparte, y ya se han constituido diecisiete juntas insurreccionales. Ha comenzado la guerra de la Independencia. Napoleón sigue sin tomar en serio la resistencia española. Uno de sus generales afirma: «La conquista de España será un almuerzo para el ejército francés.» Almuerzo a base de cicuta, o como algunos banquetes romanos que acababan en matanzas.

La disgregación de las fuerzas españolas obliga al ejército francés a dispersarse, lo que siempre fue mal método para una ofensiva, pero excelente para la defensiva. Por eso, el principio de las operaciones es desfavorable a los franceses. Palafox tiene a raya a Lefebvre ante Zaragoza. En Cataluña, el general Schwarts pierde la batalla de El Bruch. Duchesne no puede con Gerona. Moncey se gasta inútilmente ante Valencia. En Cádiz, la Junta se apodera de la flota francesa. Y Murat, repentinamente enfermo de una enfermedad que los españoles dijeron providencial, tiene que abandonar el mando y volverse a Francia.

Los ejércitos imperiales, más afortunados en el Norte tomaron Santander, Bilbao y Valladolid, sufren su más grave derrota en Bailén, pequeña población andaluza no lejos de Las Navas de Tolosa, donde, seiscientos años antes, obtuvieron los reyes de Castilla, de Aragón y de Navarra la gran victoria contra los moros. Más de veinte mil franceses, mandados por el general Dupont, viejo soldado de la Revolución, rinden las armas, mientras su vencedor, Castaños, con esa inclinación tan española al gesto, va a depositar en la tumba de Fernando el Católico la corona de laurel que le han tejido los sevillanos.

Cuando Napoleón se entera de la derrota de Bailén, monta en cólera, una de esas cóleras jupiterianas que han quedado consignadas en la historia. Encarcela a Dupont y decide dirigir él mismo las operaciones. Pone en línea un ejército de doscientos mil hombres e irrumpe hacia Madrid. Al lado del jefe, pequeño y furibundo, cabalgan sus mariscales más ilustres: Ney y Masséna. En unos días llega a la capital de España. Conmina a la Junta a que entregue la ciudad. «¡Viva Fernando VII! ¡Mierda para el emperador tirano!» Pero, ante la amenaza de una destrucción total, Madrid capitula. Parece que la situación da la vuelta a favor de los franceses.

¿Y José Bonaparte? Ha sido sucesivamente abrumado de oprobios y rehabilitado. Mas no merece «ni ese exceso de honor ni esa indignidad». Era sin duda un hombre excelente, lleno de buenas intenciones sin empleo. Todo estaba contra él. Su terrible hermano le saca de su dulce reino de Nápoles y sin pedirle parecer le impone la corona de España. Después de contemporizar lo más posible, José Bonaparte se decide a salir de Bayona para Madrid.

Llega a los dos días de Bailén, en el preciso momento en que la población está muy animada por la victoria contra los franceses. Tres filas de, soldados estaban preparados para protegerle del entusiasmo de la multitud. No hay tal multitud. Las tiendas están cerradas. Las ventanas también. Atmósfera de duelo. Un silencio de muerte, roto a veces por un sordo grito: «¡Viva Fernando!» Y más silencio. Como para helarle el corazón al pobre soberano sin soberanía. Se comprende que escribiera a su hermano: «El espíritu es por doquier muy malo.» Tan malo, en efecto, que el rey José juzga prudente no permanecer en Madrid. Vuelve a tomar el camino de Bayona. Y hasta pasados seis meses no hace su segunda entrada en Madrid, esta vez siguiendo al emperador. El recibimiento de la capital es el mismo: calles desiertas, población silenciosa.

Un letargo aparente que disimula un odio ardiente al rey extranjero. Los españoles le llaman Pepe Botella alusión a su afición al trago, que, por lo demás, parece no ser rigurosamente cierta. En las plegarias públicas se reemplaza el nombre de José por el de «Padre del Salvador». ¿Un triste personaje? Quizá no. Se esfuerza sinceramente por dar gusto a los españoles. Asiste todas las mañanas a la misa primera. Preside las procesiones, a pie, en las calles de Madrid. Hasta se obliga a comer la cocina española deliciosa para quien guste de ella, pero a José Bonaparte no le gustaba, Pasado medio siglo, Maximiliano hará lo mismo en Méjico para procurar ser grato al pueblo que Napoleón III le había destinado. En sus proclamas públicas, en su correspondencia con su hermano,

José expresa nobles sentimientos. No carece ni de cierto espíritu político ni de una especie de humanidad bondadosa y familiar. ¿Qué le falta, pues? Ser español. Y la sombra de Napoleón le aplasta. Aunque no tanto que no se atreva alguna vez hasta a rebelarse contra su amo. Entonces sus reclamaciones son patéticas. «Vuestro interés, Sire escribe al emperador, y me atrevo a decir vuestra gloria, no os permiten prolongar más la ignominiosa agonía de un hermano en el trono de España.» Y esta frase, muy digna: «Yo no soy rey de España más que por la fuerza de vuestras armas. Podría llegar a ser por amor de los españoles. Mas, para eso, es necesario que gobierne a mi modo.»

¿Gobernar a su modo? Lo intentó. Pero con gran torpeza. No era, en efecto, muy hábil suprimir los grandes de España, abolir las órdenes militares y, sobre todo, acentuando la política de Napoleón, que había cerrado las dos terceras partes de los conventos, suprimirlos todos de un plumazo. Hay que decir que su gente era mediocre. Los españoles que se unieron a él afrancesados y josefinos lo hicieron, en general, por interés. Algunos pocos veían en el gobierno de José Bonaparte un primer paso hacia el progreso.

Eran los «intelectuales». No se puede hablar de partidarios, sino más bien de una clientela, nada compacta y desautorizada por el país. En realidad, los gobiernos de la España en guerra eran dos: el de José Bonaparte, que residía en Madrid, y el que salió de las juntas, que, con el nombre de Junta Central, actuaba en nombre del rey legítimo, Fernando VII, primero en Sevilla y después en Cádiz. Dos gobiernos enemigos, uno de ellos. ilusorio y el otro incoercible, se iban trasladando de ciudad en ciudad, al azar de las batallas.

Ya tenemos a Napoleón en Madrid y a José instalado en el trono de los Reyes Católicos. Las madrileñas han visto desfilar por la calle de Alcalá a los viejos soldados de la Guardia, a los ayudantes de campo con el dormán blanco galonado de oro, el shako de paño escarlata rematado por un airón rutilante y el ancho cinturón de seda negro y oro. Y los caballos engualdrapados de pieles de pantera con ribetes granate, las cabezas muy altas, avanzaban a paso de desfile.

Demostración de fuerza. Pudiera creerse que España, ocupada en su mayor parte, ante un enemigo duro y disciplinado, va a dejar de luchar. Nada de eso. La guerra durará cuatro años más. O más bien la «guerrilla». Pues batallas regulares entre las tropas españolas y el ejército imperial habrá muy pocas, mientras que las guerrillas serán cosa de cada día. Y serán atroces, implacables, sin cuartel.

La guerrilla nació en España. Ya bajo la dominación romana, los iberos se congregaban en montañas inaccesibles para los ejércitos regulares. Viriato, el primer héroe de la independencia española, que derrotó en Sierra Morena a las legiones de Vetilio, fue también el primer guerrillero. Después de él, don Pelayo, vencedor en Covadonga del ejército musulmán. La guerrilla es, pues, un fenómeno típicamente español, determinado sobre todo por la configuración geográfica del país, especialmente en el Norte.

Hay que haberse perdido en ciertas sierras de Aragón, haber andado por esa masa inextricable de fortificaciones naturales que llevan el nombre de Maestrazgo, para comprender que, hasta en la guerra moderna, el obstáculo geográfico puede no sólo retardar primero y después parar en seco el avance de un ejército en marcha, sino también constituir excelentes bases para emprender victoriosas ofensivas.

La técnica de la guerrilla fue mejorando, hasta alcanzar una especie de perfección durante la guerra civil. Este tipo de combate iba a servir de modelo a otros países, que lo utilizaron con muy buenos resultados en la segunda guerra mundial en Grecia, en los Balcanes, en Francia. Entonces, los guerrilleros se llaman maquisards; la guerilla, el maquis.

La guerrilla española contra Napoleón tenía aún el carácter independiente e improvisado de las «algaradas» de la Edad Media, por más que las juntas procurasen ordenarla. Pero es precisamente ese aspecto difuso, inconexo, anárquico, de la resistencia española lo que más tenía que desmoralizar a los soldados imperiales, formados en la disciplina de las batallas regulares. ¿De qué servía en esto la famosa «formación en cuadro»?

El enemigo estaba a la vez en todas partes y en ninguna. Cuando se creía haberlo aniquilado, resurgía en todas partes. Los veteranos añoraban sus acantonamientos de Alemania y de Polonia y los campos de batalla de Austerlitz, de Jena, de Friedland. Por lo menos allí tenían enfrente un enemigo que combatía según las reglas tradicionales. Aquello era la guerra. Mil veces preferible a la guerrilla.

¿Quiénes eran los guerrilleros? Hombres muy diversos. Oficiales sin empleo, estudiantes, clérigos. Y, a veces, desertores y contrabandistas. El oficio era duro y, más que buenas costumbres, lo que exigía era valor. ¿Qué se les pedía? Sembrar el terror y la consternación entre las tropas del tirano. ¿Qué se les prometía? El medio de enriquecerse honradamente con el botín tomado al enemigo. Así se expresaba la Junta Central.

Los guerrilleros se enrolaban en formaciones llamadas «partidas» o «cuadrillas», mandadas por jefes que se habían impuesto por su autoridad. Fueron muchos, y cada uno tuvo su historia. Goya los inmortalizó; los fotografió, por decirlo así. El guerrillero se distingue entre todos, con su cara tostada, la mirada negra bajo espesas cejas, la frente despejada, el pelo hacia atrás envuelto en un pañuelo de color vistoso, un sombrero de fieltro rematado por una pluma de gallo. Suele llevar faja de seda, pantalón de pana negra y polainas atadas con correas. A veces cambia su sombrero por el colbak de un tambor mayor francés.

Los guerrilleros más famosos son Juan Palarea, apodado El Médico lo era en efecto, cuyas proezas contra las tropas de José fueron tan extraordinarias que recibió un sable de honor de manos del propio Wellington. Juan Díaz Porlier El Marquesito, que llegó a capitán general de Asturias. Un franciscano, el padre Nebot, al que llamaban El Fraile, y que decía: «Napoleón, el que manda la plaza de Valencia y yo somos tres demonios, pero yo soy el peor.» Francisco Espoz y Mina, cuyas proezas en Navarra son legendarias.

El vasco Jáuregui, El Pastor. El cura Merino, que llevaba sobre la sotana las insignias de coronel. Pero el más célebre de los guerrilleros es Juan Martín Díaz, llamado El Empecinado porque por su pueblo, Castrillo, pasa un riachuelo de aguas negras como la pez. Es un mocetón terrible, con la cara cubierta de pelos negros y una enorme pelambrera cayéndole sobre la frente. Suelta la mancera del arado por primera vez a los dieciocho años para pelear contra la Francia de la Convención. Quince años después vuelve al servicio, pero clandestinamente. Organiza una guerrilla que al poco tiempo es un pequeño ejército.

El Empecinado es a la vez hombre de guerra, profeta y justiciero. Sus soldados son los «cazadores de la libertad». Tienen buena estampa. Uniforme pardo con vueltas rojas para los de infantería, verde y azul para los de caballería. El Empecinado es también un tribuno. Sabe que hay que saber hablar a los hombres cuando se les exige la vida. Los soldados le adoran. Se dejan matar por él con entusiasmo. La Junta de Cádiz le confiere el grado de general. Pero topa con otro general que le tiene en jaque constantemente. Es el conde Sigisberto Hugo.

El padre de Víctor Hugo fue en efecto el adversario más temible del Empecinado. Le infligió una dura derrota en Cifuentes, cerca de Sigüenza, y El Empecinado tuvo que huir a la provincia de Cuenca. Intentó varias veces rehacer su posición, pero inútilmente. Su carrera había terminado. El general Hugo le dio la mala suerte, como a otros, pues Hugo, a lo largo de su carrera militar, cogió prisioneros a tres importantes jefes de guerrillas de ese largo período napoleónico que duró cerca de un cuarto de siglo.

Teniente en Vendée, formaba parte de la compañía que cogió prisionero a Charette. Jefe de batallón en Calabria, cogió a Fra Diavolo, que servía a la causa de los Borbones. Por último, general en Cifuentes, obligó a rendirse al Empecinado. Mala suerte tuvieron sus víctimas. Charette acabó fusilado; Fra Diávolo, ahorcado; El Empecinado, en garrote vil. Mientras el general Hugo se las vela con El Empecinado, el pequeño Víctor tenía nueve años, sus dos hermanos y su madre se dirigían lentamente a Madrid.

El vivo recuerdo de este aventurado viaje determinó el interés de Víctor Hugo por las cosas de España. La familia Hugo hizo el viaje a España en diligencia blindada, acompañando al convoy que llevaba lo que se llamaba el «tesoro real», es decir, la escolta armada que custodiaba los emolumentos trimestrales del rey José: doce millones oro. ¡Qué viaje! La travesía del Bidasoa, Irún con sus «techumbres de madera», Burgos, Valladolid, Segovia, El Escorial «De lejos, El Escorial me pareció un sepulcro», Madrid.

Pasado el tiempo, Víctor Hugo escribirá: «España me mostraba sus claustros, sus bastillas; Burgos, su catedral, de góticas agujas; Irún, techumbres de madera, y Vitoria, sus torres; Y tú, Valladolid, palacios solariegos Que dejan, orgullosos, enroñecer cadenas en sus patios.» Todo su viaje de niño… Al llegar a Madrid, entra como pensionista en el Seminario de Nobles, de la calle de San Isidro, donde dos jesuitas se encargan de su educación: el padre Basilio, flaco y severo, y el padre Manuel, sonriente y gordito. Tenía frío y hambre. El padre Manuel decía a Víctor Hugo: «Traza una cruz sobre el vientre; eso te alimentará.»

Cuanto más dura es la ofensiva napoleónica, más se exaspera la resistencia española. Por ambas partes, la ferocidad se convierte en regla. ¿Por qué tanto odio entre esos dos pueblos que fueron ayer mismo aliados? Ahí precisamente está el nudo y el significado del drama. La guerra sostenida por los españoles contra la Francia napoleónica es a la vez nacional y religiosa. Para el español católico y monárquico, el emperador heredero de la Revolución francesa es algo así como el Anticristo.

Además, su acción política se apoya en la masonería, que no tiene aún el carácter antirreligioso que tendrá más tarde, pero que se manifiesta ya profundamente anticlerical. Bajo el impulso del rey José proliferan las logias. Murat crea un Gran Oriente de España, que se instala en Madrid, en los locales de la difunta Inquisición. De hecho, las logias eran lugares de tertulia, en los que se reunían los oficiales imperiales, a falta de cafés o de teatros. De alguna manera había que matar el tiempo libre después de las horas de servicio. Los españoles que frecuentaban las logias eran pocos.

A ello se aventuraban, de puntillas, algunos josefinos. A la guerra entre España y Napoleón se añade, pues, una lucha ideológica entre la masonería y el catolicismo. Y tampoco dento de la masonería misma estaba todo el mundo de acuerdo, pues mientras los afrancesados apoyaban la política napoleónica, otros aunque fueran masones luchaban contra el emperador al lado de los insurrectos. Para la minoría española sinceramente adherida a las «ideas nuevas», el dilema era trágico. Pues resultaba que el invasor traía un programa político y social como el que deseaban los españoles «ilustrados».

De suerte que éstos se encontraban entre dos imperativos: o, siguiendo sus ideas, hacían causa común con Napoleón y traicionaban a España, o, patriotas ante todo, se oponían al enemigo nacional, favoreciendo así a la reacción en contra de sus propias convicciones. Hay que reconocer que, para el conjunto de los españoles fuesen tradicionalistas o fuesen progresistas, el primer objetivo era que se fueran los ocupantes y volviera Fernando VII. Ya se arreglaría después la cuestión política y religiosa entre españoles. Por lo pronto, resistencia.

Que la guerra sin cuartel sostenida por los españoles contra el ejército imperial era una guerra ideológica tanto como nacional lo dicen no sólo los hechos, sino también los testimonios de la época. Hay sobre todo uno cuya sinceridad le da especial valor. Es el de Rocca, uno de los maridos de Madame de Staël, que, después de la paz de Tilsitt, recibe orden de trasladarse de Prusia a España con su regimiento.

Sus memorias son apasionantes como una novela. Describe admirablemente a sus personajes. No vio al emperador más que dos veces, pero, con ocasión de cada una, le retrata a lo vivo. Primer retrato: «Iba a caballo. La sencillez de su uniforme verde le distinguía entre los generales lujosamente vestidos que le rodeaban. Saludó a cada uno con la mano como queriendo decirle: Cuento contigo. Franceses y españoles formaban multitud a su paso. Los primeros veían en él solo la fortuna del ejército entero. Los españoles intentaban leer en sus ojos y en su talante cuál sería la suerte de la desdichada patria.» Segundo retrato: «Iba acompañado por cinco o seis ayudantes de campo que apenas podían seguirle: tanto corría su caballo. Sonaron las trompetas.

El emperador se situó a cien pasos del centro de nuestro regimiento y pidió al coronel la lista de los oficiales, suboficiales y soldados que habían merecido distinciones militares. El coronel del regimiento los llamó sin vacilar por su nombre. El emperador habló con familiaridad a algunos de los soldados rasos que le fueron presentados; después, dirigiéndose al general que mandaba la brigada de que formábamos parte, le hizo rápidamente dos o tres preguntas muy breves.

Como el general comenzara a contestar de manera muy difusa, volvió bridas sin esperar a que acabara el discurso. Marchó tan de prisa como había llegado.» He aquí una escena pintada de mano maestra un Goya. Vemos al hombre, pequeño y fogoso, pasar como un vendaval. Vemos sobre todo la cara del general balbuciente. Rocca, durante su estancia en Madrid, se alojó en casa de un anciano de nombre ilustre no dice cuál. Lo retrata así: «Iba a misa dos veces cada día y, al pasar por la Puerta del Sol, se enteraba de las noticias. Al volver a casa, se sentaba en un sillón y allí pasaba todo el día sin hacer nada.

De vez en cuando encendía un cigarro y así, fumando, disipaba su aburrimiento y sus pensamientos. No hablaba casi nunca. Nunca le vi reír. Sólo, cada media hora, exclamaba: „¡Ay, Jesús!“ Su hija le contestaba con las mismas palabras y los dos se sumían de nuevo en el silencio.» Ese hidalgo castellano, quieto en su actitud de repulsa, ¿no parece una figura viva de un cuadro de un maestro español? Así dijérase también de aquel noble campesino y su hija, encastillados a su vez en su silencio – el Silencio del mar de Vercors.

Más interesantes aún son las reflexiones de Rocca sobre la mentalidad española tal como él la ha visto: «Los españoles escribe eran un pueblo religioso y guerrero, pero no militar. Incluso detestaban y despreciaban todo lo que tocaba a las tropas de línea. Por eso carecían de buenos oficiales, de suboficiales y de todos los medios que constituyen un ejército bien organizado.

Para ellos, la guerra era una cruzada religiosa por la patria y por el rey…» Y, más adelante, añade: «El carácter de los españoles no se parece en nada al de las demás naciones de Europa. Su patriotismo es religioso, como lo era entre los antiguos, cuando ningún pueblo desesperaba ni se declaraba vencido, por muchos reveses que sufriera, mientras conservara intactos los altares de los dioses protectores… Sólo el patriotismo político o religioso hace invencibles a las naciones…» «Estos acontecimientos demuestran, tanto como la noble y larga resistencia del pueblo español, que la verdadera fuerza de los estados reside, más que en el número y en el poder de las tropas de línea, en un sentimiento religioso, político y patriótico lo bastante poderoso como para interesar a todos los individuos de una misma nación por la causa pública, como si fuera propia.»

Y Rocca concluye, con una gran honradez que dice mucho en su elogio: «Europa no debe olvidar que España resistió casi sola, durante más de cinco años, el peso del enorme poder del emperador Napoleón… Los franceses ganaron consecutivamente en España diez batallas regulares y conquistaron casi todas las plazas fuertes, mas no pudieron conseguir la sumisión duradera de una sola provincia… Era el alma de todos y cada uno lo que había que dominar, y a esas trincheras no llegaban las balas ni las bayonetas.»

El alma de España. Esa es la palabra que había que decir, Ese húsar librepensador, ateo y que no admite la existencia del alna cree, sin embargo, en el alma del pueblo español.

Es en Zaragoza donde se destaca el carácter místico de la resistencia española contra el emperador. Durante un mes, la artillería francesa machaca las fortificaciones de la ciudad. ¡Muralla divina! Mocey primero, Junot después, el mariscal Lannes más tarde mandan el ejército imperial. Palafox dirige, por segunda vez, la defensa de Zaragoza.

Mientras los granaderos del emperador asedian la vieja ciudad ibérica, los guerrilleros, crucifijo en mano, les cantan desde lo alto de la muralla el himno de la liberación: «La Virgen del Pilar dice que no quiere ser francesa…» Los sitiadores acaban por forzar las defensas, pero ja qué precio! Cada casa es un fortín que hay que tomar. En la catedral, los pocos supervivientes en su mayoría niños y mujeres cantan el Dies irae en torno a centenares de féretros superpuestos.

En el lugar donde, según la tradición, la Virgen del Pilar se apareció a Santiago dieciocho siglos antes, los franceses la descubren pero sin su dalmática de piedras preciosas. Parece muerta, también ella, entre sus defensores. Los francotiradores españoles, reunidos en torno a la Virgen, muy cerca de aquella pequeña imagen en su pilar de mármol, habían luchado en primer lugar por su fe, mucho más aún que por su rey y por su patria.

O, más exactamente, patria, rey y religión eran para ellos una misma cosa. En todo caso, «Zaragoza siempre heroica» merece bien el título que le ha dado el pueblo español. Y Lannes, vencedor de Zaragoza, tuvo que reconocer pasado el tiempo: «Es un error atacar a las convicciones de los hombres.»

Cuatro años más dura la guerra con altibajos. Pero la intervención inglesa, especialmente la de Wellington el Duque de Hierro, inclina definitivamente la balanza a favor de las armas españolas. Las divisiones francesas son rechazadas hasta Burgos; a finales de abril de 1813 tienen que volver a pasar el Bidasoa. Por segunda vez, y ésta para siempre, José vuelve a Francia. Napoleón firma con Fernando VII un tratado poniendo fin a las hostilidades.

Vencido en Rusia, vencido en Leipzig, vencido en España, el emperador ve palidecer su estrella. Pasados unos meses, se retira a la isla de Elba. Uno de sus más amargos recuerdos será, seguramente, el de la campaña española, que le costó, además de una irremediable pérdida de prestigio, un enorme material y quinientos mil hombres.

El fracaso de la aventura napoleónica en España se debió principalmente a causas psicológicas. El emperador se equivocó sobre la capacidad de resistencia del pueblo español. ¿Estaba demasiado seguro de sí mismo, o mal informado? Son sorprendentes algunos juicios suyos sobre la situación.

A su hermano Luis, rey de Holanda, le escribe: «El pueblo español me llama a gritos.» En el mismo momento circulaban por España, desde Cádiz a La Coruña, catecismos de este tipo: «¿De qué origen proviene Napoleón? Del pecado. ¿Qué son los franceses? Antiguos cristianos que se han vuelto herejes. ¿Es pecado haber nacido francés? No, un francés no está condenado hasta los siete años. ¿Es pecado matar a un francés? No, es hacer obra meritoria y librar a la patria de sus opresores.» Napoleón, imperturbable, escribe a Fouché a los pocos días del 2 de mayo: «En París se dicen muchas estupideces sobre los asuntos de España. La verdad es que ni en Toledo ni siquiera en Burgos ha corrido la sangre.

Únicamente en Madrid. Los españoles ejecutados eran todos sediciosos y gente del pueblo amotinada. Ni un solo hombre tranquilo ¿a qué llamaría él un hombre tranquilo? ha muerto.» Pero, pasados unos meses, su optimismo flaquea, a la vez que le invade sordamente la cólera. Es entonces cuando escribe a José: «Hay que ahorcar a una docena de maleantes. Hasta que no nos libremos de un centenar de revoltosos y bandidos, no adelantaremos nada…» Y añade: «Yo no tuve tranquilidad en Francia hasta que hice detener a doscientos revoltosos, asesinos y bandidos y los mandé a las colonias.

Desde entonces, el espíritu de la capital cambió como por encanto.» En una carta a Talleyrand se compadece de Godoy: «Esta noche llega el Príncipe de la Paz. Ese desventurado da lástima. Estuvo un mes entre la vida y la muerte, siempre a punto de morir. ¿Creeréis que, en todo este tiempo, no se mudó la camisa y que tenía una barba de siete pulgadas? La nación española manifiesta en esto una inhumanidad nunca vista.»

En cambio en una carta dirigida también a Talleyrand, habla con severidad del príncipe de Asturias el futuro Fernando VII: «Es muy estulto, muy malo, muy enemigo de Francia.» ¿Hasta qué punto es sincero Napoleón en sus juicios? ¿Escribía todo esto por necesidades de la causa? ¿O lo pensaba de verdad?

Durante mucho tiempo, Napoleón se obstina en su optimismo. Niega que la Grande Armée haya sido derrotada por los guerrilleros, y hasta llega a afirmar: «Por pereza y no por heroísmo, el campesino español prefiere los peligros del contrabandista a la fatiga del labrador. Esto no tiene nada de patriótico.»

Afirmación injusta y falsa que subraya una vez más su total desconocimiento de la mentalidad española. En Bailén empieza a preocuparse. La toma con sus generales: «Mis lugartenientes me han hecho siempre estupideces y en todas partes donde no estaba yo mis tropas eran derrotadas.» De Murat aunque era uno de sus favoritos y al que había dado en matrimonio a una hermana suya, el reino de Nápoles y el bastón de mariscal decía: «¡Es un necio!» Verdad es que añadía: «¡Es un héroe!» Ahora bien, si negaba inteligencia a sus generales, ¿por qué les encomendaba misiones políticas?

Hará falta el zarpazo de la derrota para que Napoleón conozca la valentía de sus adversarios: «Los españoles en masa se portaron como un hombre de honor. A esto no tengo nada que decir, nada más que han triunfado.» Y después, mucho después, ya en su peñasco de Santa Elena, confiesa: «Esa infortunada guerra fue mi perdición.» En realidad, fue en Bailén donde el águila imperial recibió su primera herida. La segunda en Moscú. La tercera la mortal en Waterloo.