El español ha escrito su historia en el pergamino más extraño del mundo: la península Ibérica.
Ya en el mapamundi se destaca, por lo singular, la fisonomía de España. No basta decir que, situada en el extremo más occidental del Antiguo Continente, es como el promontorio desde el cual se habían de lanzar los descubridores del Nuevo Mundo. Pero ¡qué contornos más raros! ¿Un cuadrilátero? ¿Un pentágono? Estrabón la comparaba a una piel de toro. ¡Vamos a ver! El cuello lo forma el macizo montañoso que une a España con Francia.
La cola es el cabo San Vicente. Las patas delanteras se apoyan en la punta de Bermeo, cerca de Bilbao, y en el cabo de Gata, mientras que las patas traseras se estiran hasta La Coruña y Gibraltar. Vista de perfil, se asemeja también a aquel casco de hierro llamado bacinete que llevaban los guerreros del siglo XVI: la visera cae en Vigo y el barbuquejo abarca la costa atlántica de Andalucía desde Huelva a Algeciras.
El fino perfil del rostro, cubierto con su casco, prolongado por una perilla, mira resueltamente a América: es Portugal. Es decir, que la primera mirada a España nos desconcierta ya. Ese esquema geográfico es uno de los más sorprendentes que pueden existir. Nos encontramos ante un país que pertenece políticamente a Europa, pero que está separado de ella por una muralla montañosa casi continua. Su cara atlántica, indispensable para su expansión americana, la ocupa en gran parte Portugal.
¿Quiere decirse que España, ampliamente abierta al Mediterráneo, tendrá el campo libre hacia el Sur? Ocurrió precisamente lo contrario: los trece kilómetros del estrecho de Gibraltar fueron atravesados en los comienzos de la Edad Media por los conquistadores árabes, que habían de ocupar España durante cerca de ocho siglos y dejar en ella una huella imborrable. El Mediterráneo no ha sido para la Península ni una frontera natural ni un medio de expansión, sino una vía de invasión de sentido único.
El camino de Santiago y el estrecho de Gibraltar encierran el destino de España y determinan su historia. Ni África ni Europa: he aquí el drama. Emprendamos un vuelo sobre España. Al Norte, la cordillera de los Pirineos se extiende de Vizcaya a Cataluña, cual muralla almenada de 450 kilómetros de longitud, ya recortada en aristas brillantes, ya cediendo en la curva suave de los collados.
Franqueando los Balcanes, los Pirineos enlazan con el Cáucaso, como dos segmentos, articulados en los Cárpatos, de ese arco de círculo imaginario que, entre la Maladeta y los montes Elbrús, rodea Europa y le cierra el camino de Oriente.
En el centro, la dura Castilla y su meseta barrida por los vientos, atravesada por románticas sierras. Hace mucho calor y mucho frio «nueve meses de invierno y tres de infierno». Nada verde, ni un verdadero torrente en esta meseta ocre, endurecida por el hielo y recocida por el sol. Áspera de sabor, como una fruta verde.
Al Sur, Andalucía, ese jardín oriental y sus ciudades calurosas con nombres de vinos y de frutas Málaga, Granada, Jerez, desciende en suaves pendientes hacia el mar. No falta agua. Brota de cuando en cuando en la campiña de Córdoba o baja de Sierra Nevada en la helada corriente que los guijarros del Genil van calentando.
O es el Guadalquivir, ondulando cien veces entre las Marismas color lentejuelas de oro. Toros de largos cuernos pisotean la blanda hierba. Un flamenco rosado, en pie sobre una pata, perfila a ras de tierra su frágil silueta de cristal. Después, África…
España, separada de Europa por el telón pirenaico, pudiendo creerse excluida de esa Europa, ha tenido siempre los ojos vueltos hacia ella. Desde el otro lado de los Pirineos, Occidente atrae a España dolorosamente. Y mientras sufre esta lancinante obsesión, un destino contrario la lleva, la empuja hacia África y la pone en los brazos, ya cariñosos, ya brutales, del conquistador moro. Puede extrañar que España, tironeada entre Europa y África, seducida a veces por los requiebros de sus amos árabes, pero con más frecuencia rebelada contra sus exigencias, haya permanecido fiel a Europa.
Verdad es que las persecuciones musulmanas, manteniendo vivo en el corazón de los cristianos el odio a la ocupación, favorecieron el nacionalismo español. El martirio de la doncella Flora a orillas del Guadalquivir impresionó a las gentes más que el gesto de los Reyes Católicos plantando en la torre de la Alhambra la cruz de plata y el pendón de Castilla. Y los oscuros derroteros del pensamiento místico, la solitaria lucha contra sí mismos de los aventureros divinos, el arranque de Carlos V abandonando el imperio por el claustro, han hecho más por el mantenimiento de la ortodoxia religiosa que los autos de fe de Sevilla.
Y si es evidente que, en último término, esos siniestros espectáculos han perjudicado, más que beneficiado, a la Iglesia, hay que reconocer que la proclama de San Juan de la Cruz: «Un solo pensamiento del hombre vale más que el mundo entero», no ha dejado de resonar en los corazones desde hace cuatro siglos, como tampoco el gesto fulgurante del Greco en el oscuro cielo toledano.
Tal es la virtud de ciertas actitudes, de ciertos mensajes que, por encima de las lides de los pueblos y del estruendo de las armas, cristalizan el genio de un pueblo. Así, la fidelidad de España a Europa a menudo meritoria, heroica en ocasiones ha sido sostenida por la tradición católica. Cabe pensar en lo que hubiera sido España bajo la dominación árabe si, olvidando poco a poco la enseñanza de Cristo, se hubiera convertido al Islam. Una España mogrebina instalada, desde el siglo VIII, entre Gibraltar y los Pirineos, ¡qué espina en el talón de Europa! No fue así. Pudo ser así.
Singular destino el de España, que, acaso más que ningún otro país, hubo de contar con amos extranjeros, de los que, con rara fortuna en la que entraba más instinto que verdadero sentido político, supo librarse, pero inspirándose al mismo tiempo en ellos.
Surgida de las tinieblas de la prehistoria, tempranamente visitada por la audacia fenicia, por la belleza griega, por la intrepidez púnica y por la cordura romana; tomando del godo las instituciones, del moro el esplendor sensual para adornar con él su piedad, del judío su inquietud y esa sombría mirada de perseguido que echa a veces al mundo, España, manteniéndose fiel a sus costumbres cristianas, ha podido prepararse, en plena servidumbre, para reconquistar su independencia y forjar su unidad.
Y al margen de los hechos históricos, contrariando o precipitando su curso, vencido por ellos en muchas ocasiones pero más a menudo dominándolos, parece existir un principio inmutable que nunca deja de alumbrar, como una estrella, las perspectivas de España.
Esta continuidad que se impone y persiste, incluso en los brumosos períodos de anarquía o de aparente sumisión; esa espiritualidad que no se desmentirá jamás; ese apego a las disciplinas medievales, preservaron a España de la tentación árabe. Si hubiera cedido a ella, su historia habría sido distinta, y, probablemente, habría cambiado la faz del mundo.