Alfonso el Sabio

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En 1252, Alfonso X el Sabio sucede a su padre, Fernando III. Intenta continuar la obra de su antecesor. Pero sólo consigue, y eso a duras penas, conservar las posiciones ya rescatadas de los musulmanes, los cuales llamaron en su ayuda a las tribus merinidas de Marruecos.

Encarnizadas rivalidades por la sucesión ensombrecen el final de este reinado. Alfonso X, soberano emprendedor, más dado a las quimeras y que, a fuerza de querer abarcarlo todo, no apretó nada, fue más afortunado en las letras, las ciencias y el derecho.

Sus trabajos sobre astronomía son famosos y demuestran que, en una época en que las leyes que rigen los movimientos de los cuerpos celestes eran aún misteriosas para el común de los mortales, él las había presentido. Un día que explicaban ante él el sistema del mundo tal como se concebía en el siglo XIII, Alfonso exclamó: «Pues si el mundo está dispuesto como vos decís, Dios hubiera hecho bien en consultarme. Hubiera podido aconsejarle bien.» Palabras impías pero sensatas.

Como los reyes moros de taifas, Alfonso X, intelectual puro, olvida, en el estudio de las bellas letras y en los goces del saber, sus fracasos políticos. Compone versos en honor a la Virgen las Cantigas y hace traducir al castellano los Libros Santos, así como el Corán y el Talmud, pues este príncipe tolerante protege a los sabios y a los literatos, cualquiera que sea su religión.

Pero, sobre todo, Alfonso X es el autor de las Siete Partidas. Este cuerpo de leyes, en el que había colaborado Fernando III, fija el derecho castellano y trata especialmente, en términos elevados, de la religión, de la iglesia y de los deberes del rey. Las Partidas contienen cláusulas muy sabias, perdidas en el fárrago de una pesada erudición. ¿Por qué está dividida esta obra en siete partidas?

Porque el septenario es una cuenta muy noble que gozó de gran prestigio entre los sabios de la Antigüedad. La explicación es casi divertida, pero la materia tratada no es nada risible, puesto que pretende abarcar todas las ramas del derecho y prever, sin omitir ninguno, todos los contratos que pueden concluir los hombres entre ellos. Cuando Alfonso el Sabio no cae en la pedantería, su lenguaje es de una pasmosa humanidad:

«Daño muy grande viene al Rey, e a los otros omes, cuando dixeren palabras malas e villanas, e como non deuen, porque después que fueren dichas, non las pueden tornar que dichas non sean… El que mucho fabla, no se puede guardar que no yerre, y el mucho fablar faze enuiscer las palabras, e fazele descobrir las sus paridades.

E si el non fuere ome de gran seso, por las sus palabras entenderan los omes la mengua que ha del. Ca bien assi como el cantaro quebrado se conosce por su sueno, otrosi el seso del ome es conoscido por la palabra.»

Alfonso no se limita al derecho. Aborda también el arte militar. Explica cómo se deben preparar las emboscadas, situar los centinelas, dirigir las algaradas al garas o al ghazias, después razzias; es decir, esas operaciones rápidas en las que se trata de sorprender al enemigo, apoderarse del grano en las mazmorras y escapar en seguida llevándose el ganado.

Y también enseña cómo hay que actuar en los casos desesperados. Refiriéndose al hambre en las plazas sitiadas en Calahorra fue tan horrible que, en Roma, llegó a ser frase corriente «un hambre calagurritana», el Rey Sabio estipula gravemente: «E si acaso que gelo cercassen (el castillo), o gelo combatiessen, deuelo amparar fasta la muerte.

E por tormentar, o ferir, o matar la muger, o los fijos, o otros omes cualesquier que amasse, ni por ser el preso, ni atormentado… no deue dar el castillo, ni mandar que lo diessen…»

Pero una de las innovaciones más importantes de Alfonso es la abolición de la costumbre de redactar los documentos privados y públicos en el mal latín de la Edad Media, sustituyéndolo por el castellano, aún en formación.

Aunque desheredado por su padre, sube al trono Sancho IV el Bravo, que justifica este sobrenombre. Durante su breve reinado reprime cruelmente las querellas de palacio. Antes de expirar, confiesa: «Muero por mis pecados.»

Remordimiento tardío. María de Molina, su viuda, para conservar la corona a su hijo Fernando IV, lucha como una leona contra los infantes usurpadores, contra el rey de Aragón, contra los nobles, contra los moros. Fernando IV se apodera de Gibraltar y muere de repente. Por las circunstancias que precedieron a esta muerte, se le dio el sobrenombre de el Emplazado.

Habiendo ordenado que arrojaran por la muralla a dos hermanos acusados de un crimen, y sin darles lugar a defenderse, los condenados emplazaron al rey‘ a comparecer a los treinta días ante el tribunal de Dios. Y en la mañana del trigésimo día, los criados de Fernando le encontraron muerto en la cama. Le sucede Alfonso XI el Vengador. Aliado con su suegro el rey de Portugal y con el de Aragón, Pedro el Ceremonioso, inflige a los moros la derrota del Salado y toma Algeciras.

Muere de enfermedad un Viernes Santo de 1350, frente a Gibraltar, recuperado por los moros. El Vengador deja varios bastardos, entre ellos Enrique de Trastámara, y un hijo legítimo, Pedro, que pasará a la Historia con el sobrenombre de el Cruel.