Nada como un crimen político para precipitar las grandes catástrofes. El asesinato de Sarajevo del archiduque Francisco Fernando y de su mujer sirvió a los designios de los promotores de la guerra de 1914. Pero hacía ya tiempo que la suerte estaba echada. Lo mismo ocurrió con la guerra española.
La noche del 12 al 13 de julio de 1936, probablemente por vengar la muerte de su compañero el teniente Castillo, asesinado en plena calle, se presentan unos guardias de asalto en el domicilio del jefe monárquico Calvo Sotelo diputado por Toledo, el tribuno de «fogoso verbo». A la madrugada se encuentra su cadáver al pie de los muros del cementerio del Este.
A los tres días 17 de julio, los legionarios ocupan las estafetas de correos, los cuarteles y los aeródromos de las poblaciones del Protectorado marroquí. El mismo día, el general Franco, capitán general de las islas Canarias, toma un avión en Tenerife y aterriza en Tetuán, después de lanzar un llamamiento proclamando que el ejército estaba decidido a restablecer el orden en España; que el general Franco dirige el movimiento y confía en todos los españoles que estén dispuestos a trabajar por la reconstrucción de España; declara la guerra al gobierno republicano.
Las autoridades de Madrid exigen la sumisión del general, que no se digna contestar, y bombardean su cuartel general. El domingo día 19, un transporte de tropas, escoltado por un crucero, atraviesa el estrecho de Gibraltar, echa el ancla en Algeciras y cañonea el fuerte, que se rinde. Las tropas de Marruecos desembarcan y toman posesión de la ciudad.
La Farsa de la no Intervención
«No una Dictadura: una Jerarquia»